Cuando hablábamos con los muertos, de Mariana Enríquez
- La Escribeteca

- 17 sept 2024
- 26 Min. de lectura

El relato Cuando hablábamos con los muertos se publicó en el diario argentino Página 12 y se puede leer en este enlace. El único motivo por el que lo incluyo en este documento es para que puedas tenerlo más a mano. Echa un vistazo a la publicación original porque merece la pena. Y no solo por este contenido concreto.
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A esa edad suena música en la cabeza, todo el tiempo, como si transmitiera una radio en la nuca, bajo el cráneo. Esa música un día empieza a bajar de volumen o sencillamente se detiene. Cuando eso pasa, uno deja de ser adolescente. Pero no era el caso, ni de cerca, de la época en que hablábamos con los muertos. Entonces la música estaba a todo volumen y sonaba como Slayer, Reign in Blood.
Empezamos con la copa en casa de la Polaca, encerradas en su pieza. Teníamos que hacerlo en secreto porque Mara, la hermana de la Polaca, les tenía miedo a los fantasmas y a los espíritus, le tenía miedo a todo, bah, era una pendeja estúpida. Y teníamos que hacerlo de día, por la hermana en cuestión y porque la Polaca tenía mucha familia. Todos se acostaban temprano, y lo de la copa no le gustaba a ninguno porque eran recontracatólicos, de ir a misa y rezar el rosario. La única con onda de esa familia era la Polaca, y ella había conseguido una tabla ouija tremenda, que venía como oferta especial con unos suplementos sobre magia, brujería y hechos inexplicables que se llamaban El Mundo de lo Oculto, que se vendían en kioscos de revistas y se podían encuadernar. La ouija ya la habían regalado varias veces con los fascículos, pero siempre se agotaba antes de que cualquiera de nosotras pudiera juntar el dinero para comprarla. Hasta que la Polaca se tomó las cosas en serio, ahorró, y ahí estábamos con nuestra preciosa tabla, que tenía los números y las letras en gris, fondo rojo y unos dibujos muy satánicos y místicos, todo alrededor del círculo central. Siempre nos juntábamos cinco: yo, Julita, la Pinocha (le decíamos así porque era de madera, la más bestia en la escuela, no porque tuviera nariz grande), la Polaca y Nadia. Las cinco fumábamos, así que a veces la copa parecía flotar en humo cuando jugábamos, y les dejábamos la habitación apestando a la Polaca y a su hermana. Para colmo, cuando empezamos con la copa era invierno, así que no podíamos abrir las ventanas porque nos cagábamos de frío.
Así, encerradas entre humo y con la copa totalmente enloquecida, nos encontró Dalila, la madre de la Polaca, y nos sacó a patadas. Yo pude recuperar la tabla –y me la quedé desde entonces– y Julita evitó que se partiera la copa, lo cual hubiera sido un desastre para la pobre Polaca y su familia, porque el muerto con el que estábamos hablando justo en ese momento parecía malísimo, hasta había dicho que no era un muerto-espíritu, nos había dicho que era un ángel caído. Igual, a esa altura, ya sabíamos que los espíritus eran muy mentirosos y mañosos, y no nos asustaban más con trucos berretas, como que adivinaran cumpleaños o segundos nombres de abuelos. Las cinco nos juramos con sangre –pinchándonos el dedo con una aguja– que ninguna movía la copa, y yo confiaba en que era así. Yo no la movía, nunca la moví, y creo de verdad que mis amigas tampoco. Al principio, a la copa siempre le costaba arrancar, pero cuando tomaba envión parecía que había un imán que la unía a nuestros dedos, ni la teníamos que tocar, jamás la empujábamos, ni siquiera apoyábamos un poco el dedo; se deslizaba sobre los dibujos místicos y las letras tan rápido que a veces ni hacíamos tiempo de anotar las respuestas a las preguntas (una de nosotras, siempre, era la que tomaba nota) en el cuaderno especial que teníamos para eso.
Cuando nos descubrió la loca de la madre de la Polaca (que nos acusó de satánicas y putas, y habló con nuestros padres: fue un garronazo) tuvimos que parar un poco con el juego, porque se hacía difícil encontrar otro lugar donde seguir. En mi casa, imposible: mi mamá estaba enferma en esa época, y no quería a nadie en casa, apenas nos aguantaba a la abuela y a mí; directamente me mataba si traía compañeras de la escuela. En lo de Julita no daba, porque el departamento donde vivía con sus abuelos y su hermanito tenía un solo ambiente; lo dividían con un ropero para que hubiera dos piezas, digamos, pero era ese espacio solo, sin intimidad para nada, después quedaban solamente la cocina y el baño, y un balconcito lleno de plantas de aloe vera y coronas de Cristo, imposible por donde se lo mirara. Lo de Nadia era imposible porque quedaba en la villa: las otras cuatro no vivíamos en barrios muy copados, pero nuestros padres no nos iban a dejar ni en pedo pasar la noche en la villa; para ellos era demasiado. Nos podríamos haber escapado sin decirles, pero la verdad es que también nos daba un poco de miedo ir. Nadia, además, no nos mentía: nos contaba que era muy brava la villa, y que ella se quería ir lo antes que pudiera, porque estaba harta de oír los tiros a la noche y los gritos de los guachos repasados, y de que la gente tuviera miedo de visitarla.
Quedaba nomás lo de la Pinocha. El único problema con su casa era que quedaba muy lejos, había que tomar dos colectivos, y convencer a nuestros viejos de que nos dejaran ir hasta allá, a la loma del orto. Pero lo logramos. Los padres de la Pinocha no daban bola, así que en su casa no corríamos el riesgo de que nos sacaran a patadas hablando de Dios. Y la Pinocha tenía su propia habitación, porque sus hermanas ya se habían ido de la casa.
Por fin, una noche de verano las cuatro conseguimos el permiso y nos fuimos hasta lo de la Pinocha. Era lejos de verdad, la calle donde quedaba su casa no estaba asfaltada y había zanja al lado de la vereda. Tardamos como dos horas en llegar. Pero cuando llegamos en seguida nos dimos cuenta de que era la mejor idea del mundo haberse mandado hasta allá. La pieza de la Pinocha era muy grande, había una cama matrimonial y cuchetas: nos podíamos acomodar las cinco para dormir sin problema. Era una casa fea porque todavía estaba en construcción, con el revoque sin pintar, las bombitas colgando de los feos cables negros, sin lámparas, el piso de cemento nomás, sin azulejos ni madera ni nada. Pero era muy grande, tenía terraza y fondo con parrilla, y era mucho mejor que cualquiera de nuestras casas. Vivir tan lejos no estaba bueno, pero si era para tener una casa así, aunque estuviera incompleta, valía la pena. Allá afuera, lejos de la ciudad, el cielo de la noche se veía azul marino, había luciérnagas y el olor era diferente, una mezcla de pasto quemado y río. La casa de la Pinocha tenía todo rejas alrededor, eso sí, y también la cuidaba un perro negro grandote, creo que un rottweiller, con el que no se podía jugar porque era bravo. Vivir lejos parecía un poco peligroso, pero la Pinocha nunca se quejaba.
A lo mejor porque el lugar era tan diferente, porque esa noche nos sentíamos distintas en la casa de la Pinocha, con los padres que escuchaban a los Redondos y tomaban cerveza, mientras el perro les ladraba a las sombras, a lo mejor por eso Julita blanqueó y se animó a decirnos con qué muertos quería hablar ella.
Julita quería hablar con su mamá y su papá.
***
Estuvo buenísimo que Julita finalmente abriera la boca sobre sus viejos, porque nosotras no nos animábamos a preguntarle. En la escuela se hablaba mucho del tema, pero nadie se lo había dicho nunca en la cara, y nosotras saltábamos para defenderla si alguien decía una pelotudez. La cuestión es que todos sabían que los viejos de Julita no se habían muerto en un accidente: los viejos de Julita habían desaparecido. Estaban desaparecidos; Eran desaparecidos. Nosotras no sabíamos bien cómo se decía. Julita decía que se los habían llevado, porque así hablaban sus abuelos. Se los habían llevado y por suerte habían dejado a los chicos en la pieza (no se habían fijado en la pieza capaz: igual, Julita y su hermano no se acordaban de nada, ni de esa noche ni de sus padres tampoco).
Julita los quería encontrar con la tabla, o preguntarle a algún otro espíritu si los había visto. Además de tener ganas de hablar con ellos, quería saber dónde estaban los cuerpos. Porque eso tenía locos a sus abuelos; su abuela lloraba todos los días por no tener dónde llevar una flor. Pero además Julita era muy tremenda: decía que si encontrábamos los cuerpos, si nos daban la data y era posta, teníamos que ir a la tele o los diarios, y nos hacíamos más que famosas, nos iba a querer todo el mundo.
A mí por lo menos me pareció re fuerte esa parte de sangre fría de Julita, pero pensé que estaba bien, cosa de ella. Lo que sí, nos dijo, teníamos que empezar a pensar en otros desaparecidos conocidos, para que nos ayudaran. En un libro sobre el método de la tabla habíamos leído que ayudaba concentrarse en un muerto conocido, recordar su olor, su ropa, sus gestos, el color de su pelo, hacer una imagen mental, entonces era más fácil que el muerto de verdad viniera. Porque a veces venían muchos espíritus falsos que mentían y te quemaban la cabeza. Era difícil distinguir.
La Polaca dijo que el novio de su tía estaba desaparecido, se lo habían llevado durante el Mundial. Todas nos sorprendimos porque la familia de la Polaca era re careta. Ella nos aclaró que casi nunca hablaban del tema, pero a ella se lo había contado la tía, medio borracha, después de un asado en su casa, cuando los hombres hablaban con nostalgia de Kempes y el Campeonato del Mundo, y ella se sulfuró, se tomó un trago de vino tinto y le contó a la Polaca sobre su novio y lo asustada que había estado ella. Nadia aportó a un amigo de su papá, que cuando ella era chica venía a comer seguido los domingos y un día no había venido más. Ella no había registrado mucho la falta de ese amigo, sobre todo porque él solía ir mucho a la cancha con su viejo, y a ella no la llevaban a los partidos. Sus hermanos registraron más que ya no venía, le preguntaron al viejo, y al viejo no le dio para mentirles, para decirles que se habían peleado o algo así. Les dijo a los chicos que se lo habían llevado, lo mismo que decían los abuelos de Julita. Después, los hermanos le contaron a Nadia. En ese momento, ni los chicos ni Nadia tenían idea de adónde se lo habían llevado, o de si llevarse a alguien era común, si era bueno o era malo. Pero ahora ya todas sabíamos de esas cosas, después de la película La Noche de los Lápices (que nos hacía llorar a los gritos, la alquilábamos como una vez por mes) y el Nunca Más –que la Pinocha había traído a la escuela, porque en su casa se lo dejaban leer– y lo que contaban las revistas y la televisión. Yo aporté a mi vecino del fondo, un vecino que había estado ahí poco tiempo, menos de un año, que salía poco a la calle pero nosotros lo podíamos ver paseando por el fondo (la casa tenía un parquecito atrás). No me lo acordaba mucho, era como un sueño, tampoco se la pasaba en el patio, pero una noche lo vinieron a buscar y mi vieja se lo contaba a todo el mundo, decía que por poco, por culpa de ese hijo de puta, casi nos llevan también a nosotras. A lo mejor porque ella lo repetía tanto a mí se me quedó grabado el vecino, y no me quedé tranquila hasta que otra familia se mudó a esa casa, y me di cuenta de que él no iba a volver más.
La Pinocha no tenía a ninguno que aportar, pero llegamos a la conclusión de que con todos los muertos que ya teníamos era suficiente. Esa noche jugamos hasta las cuatro de la mañana, a esa hora ya empezamos a bostezar y a tener la garganta rasposa de tanto fumar, y lo más fantástico fue que los padres de la Pinocha ni vinieron a tocar la puerta para mandarnos a la cama. Me parece, no estoy segura porque la ouija consumía mi atención, que estuvieron mirando tele o escuchando música hasta la madrugada, también.
***
Después de esa primera noche, conseguimos permiso para ir a lo de la Pinocha dos veces más, en el mismo mes. Era increíble, pero los padres o responsables de todas habían hablado por teléfono con los viejos de la Pinocha, y por algún motivo la charla los dejó recontratranquilos. El problema era otro: nos costaba hablar con los muertos que queríamos. Daban muchas vueltas, les costaba decidirse por el sí o por el no, y siempre llegaban al mismo lugar: nos contaban dónde habían estado secuestrados, y ahí se quedaban, no nos podían decir si los habían matado ahí, o si los llevaron a algún otro lugar, nada. Daban vueltas después y se iban. Era frustrante. Creo que hablamos con mi vecino, pero después de escribir POZO DE ARANA, se fue. Era él, seguro: nos dijo su nombre, lo buscamos en el Nunca Más y ahí estaba, en la lista. Nos cagamos en las patas: era el primer muerto posta posta con el que hablábamos. Pero de los padres de Julita, nada.
Fue la cuarta noche en lo de la Pinocha cuando pasó lo que pasó. Habíamos logrado comunicarnos con uno que conocía al novio de la tía de la Polaca, habían estudiado juntos, decía. El muerto con el que hablamos se llamaba Andrés, y nos dijo que no se lo habían llevado ni había desaparecido: él mismo se había escapado a México, y ahí se murió después, en un accidente de coche, nada que ver. Bueno, este Andrés tenía re buena onda, y le preguntamos por qué todos los muertos se iban cuando les preguntamos adónde estaban sus cuerpos. Nos dijo que algunos se iban porque no sabían dónde estaban, entonces se ponían nerviosos, incómodos. Pero otros no contestaban porque alguien los molestaba. Una de nosotras. Quisimos saber por qué, y nos dijo que no sabía el motivo, pero que era así, una de nosotras estaba de más.
Después, el espíritu se fue.
Nos quedamos pensando un toque en eso, pero decidimos no darle importancia. Al principio, en nuestros primeros juegos con la tabla, siempre le preguntábamos al espíritu que venía si alguien molestaba. Pero después dejamos de hacerlo porque a los espíritus les encantaba molestar con eso, y jugaban con nosotras, primero decían Nadia, después decían no, con Nadia está todo bien, la que molesta es Julita, y así nos podían tener toda la noche poniendo y sacando el dedo de la copa, y o hasta yéndonos de la habitación, porque los guachos no tenían límites en sus pedidos.
Lo de Andrés nos impresionó tanto, igual, que decidimos repasar la conversación anotada en el cuaderno, mientras destapábamos una cerveza.
Entonces tocaron a la puerta de la pieza. Nos sobresaltamos un poco, porque los padres de la Pinocha nunca molestaban.
–¿Quién es? –dijo la Pinocha, y la voz le salió un poco tembleque. Todas teníamos un poco de cagazo, la verdad.
–Leo, ¿puedo pasar?
–¡Dale, boludo! –la Pinocha se levantó de un salto y abrió la puerta. Leo era su hermano mayor, que vivía en el centro y visitaba a los viejos nomás los fines de semana, porque trabajaba todos los días. Y no todos los fines de semana, porque a veces estaba demasiado cansado. Nosotras lo conocíamos porque antes, cuando éramos más chicas, en primer y segundo año, a veces él iba a buscar a la Pinocha a la escuela, cuando los viejos no podían. Después empezamos a usar el colectivo, ya estábamos grandes. Una lástima, porque dejamos de ver a Leo, que estaba fuertísimo, un morocho de ojos verdes con cara de asesino, para morirse. Esa noche, en la casa de la Pinocha, estaba tan lindo como siempre. Todas suspiramos un poco y tratamos de esconder la tabla, nomás para que él no pensara que éramos raras. Pero no le importó.
–¿Jugando a la copa? Es jodido eso, a mí me da miedo, re valientes las pendejas –dijo. Y después, la miró a su hermana–: –Pendeja, ¿me ayudás a bajar de la camioneta unas cosas que les traje a los viejos? Mamá ya se fue a acostar y el viejo está con dolor de espalda...
–Qué ganas de joder que tenés, ¡es re tarde!
–Y bueno, me pude venir a esta hora, qué querés, se me hizo tarde. Copate, que si dejo las cosas en la camioneta me las pueden afanar.
La Pinocha dijo bueno con mala onda, y nos pidió que esperáramos. Nos quedamos sentadas en el suelo alrededor de la tabla, hablando en voz baja de lo lindo que era Leo, que ya debía tener como 23 años, era mucho más grande que nosotras. La Pinocha tardaba, nos extrañó. A la media hora, Julita propuso ir a ver qué pasaba.
Y entonces todo pasó muy rápido, casi al mismo tiempo. La copa se movió sola. Nunca habíamos visto una cosa así. Sola solita, ninguna de nosotras tenía el dedo encima, ni cerca. Se movió y escribió muy rápido, “ya está”. ¿Ya está? ¿Qué cosa ya está? En seguida, un grito desde la calle, desde la puerta: la voz de la Pinocha. Salimos corriendo a ver qué pasaba, y la vimos abrazada a la madre, llorando, las dos sentadas en el sillón al lado de la mesita del teléfono. En ese momento no entendimos nada, pero después, cuando se tranquilizó un poco la cosa –un poco–, reconstruimos más o menos.
La Pinocha había seguido a su hermano hasta la vuelta de la casa. Ella no entendía por qué había dejado la camioneta ahí, si había lugar por todos lados, pero él no le contestó. Se había puesto distinto cuando salieron de la casa, se había puesto mala onda, no le hablaba. Cuando llegaron a la esquina, él le dijo que esperara y, según la Pinocha, desapareció. Estaba oscuro, así que podía ser que hubiera caminado unos pasos y ya se perdiera de vista, pero según ella había desaparecido. Esperó un rato a ver si volvía, pero como tampoco estaba la camioneta, le dio miedo. Volvió a la casa y encontró a los viejos despiertos, en la cama. Les contó que había venido Leo, que estaba súper raro, que le había pedido bajar algunas cosas de la camioneta. Los viejos la miraron como si estuviera loca. “Leo no vino, nena, ¿de qué estás hablando? Mañana trabaja temprano.” La Pinocha empezó a temblar de miedo y decir “era Leo, era Leo”, y entonces su papá se calentó, le gritó si estaba drogada o qué. La mamá, más tranquila, le dijo: “Hagamos una cosa: lo llamamos a Leo a la casa. Debe estar durmiendo ahí”. Ella también dudaba un poco ahora, porque veía que la Pinocha estaba muy segura y muy alterada. Llamó, y después de un rato largo Leo la atendió, puteando, porque estaba en el quinto sueño, dormido. La madre le dijo “después te explico” o algo así, y se puso a tranquilizar a la Pinocha, que tuvo tremendo ataque de nervios.
Hasta la ambulancia vino, porque la Pinocha no paraba de gritar que “esa cosa” la había tocado (el brazo sobre los hombros, como en un abrazo que a ella le dio más frío que calor), y que había venido porque ella era “la que molestaba”.
Julita me dijo, al oído, “es que a ella no le desapareció nadie”. Le dije que se callara la boca, pobre Pinocha. Yo también tenía mucho miedo. Si no era Leo, ¿quién era? Porque esa persona que había venido a buscar a la Pinocha era tal cual su hermano, como un gemelo idéntico, ella no había dudado. ¿Quién era? Yo no quería acordarme de sus ojos. No quería volver a jugar a la copa ni volver a lo de la Pinocha.
Nunca volvimos a juntarnos. La Pinocha quedó mal y los padres nos acusaban –pobres, tenían que acusar a alguien– y decían que le habíamos hecho una broma pesada, que la había dejado medio loca. Pero todos sabíamos que no era así, que la habían venido a buscar porque, como nos dijo el muerto Andrés, ella molestaba. Y así se terminó la época en que hablábamos con los muertos.
Análisis
Introducción
Cuando hablábamos con los muertos ha sido todo un descubrimiento. En su primera lectura solo lo disfruté, como debe hacer una lectora que se precie. Al final, leemos para eso, para disfrutar. Al menos en cierta medida. No sabía si lo escogería para analizarlo en Patreon porque el principio me parecía poco atractivo y árido de más. Pero continué leyendo. Había algo en los primeros párrafos que me hacía pensar en lo que encontraría más adelante. Aunque reconozco que quizá no lo habría hecho si no hubiera visto esta conferencia de la autora, en la que habla del cuento y menciona una película que también aparece en él: La noche de los lápices. Igual que Enríquez, la vi en mi adolescencia y no me he desecho todavía de la manta de angustia húmeda que se me colocó sobre los hombros. Creo que cada vez que se menciona la violencia institucional, el terrorismo de estado o, de manera más general, la injusticia, es esta película lo que se me viene a la cabeza.
El relato no es explícitamente violento, pero sí habla de las consecuencias de ese terrorismo de estado. De la confusión que deja en un país y, sobre todo, en las personas que lo habitan, haber estado sometidos a un gobierno terrorista. Todas las dictaduras son terroristas y no hace tanto que en España tuvimos una. Así que me ha parecido relevante traerlo.
Por todo esto y por sus valores literarios, que es lo que nos importa en esta casa. La literatura de género y, un poquito más que las demás, la de terror. Enríquez escribe en Cuando hablábamos con los muertos un relato de fantasmas y de casas encantadas (aunque no parece un relato de casas encantadas yo creo que lo es) y lo hace con una fluidez de maestra. Cómo lleva a sus lectoras desde la adolescencia de barrio hasta el cubil de los espíritus es lo mejor de esta obra corta e intensa.
El relato se publicó en el diario argentino Página 12 y se puede leer en este enlace. He añadido el texto al final del documento solo para que sea más fácil su consulta.
Para el análisis del relato he consultado varias fuentes, pero sobre todo estos dos artículos:
Cuerpos que aparecen, “cuerpos-escrache”: de la posmemoria al trauma y el horror en relatos de Mariana Enríquez, de Fernanda Bustamante Escalona
Escribir la realidad a través de la ficción: el papel del fantasma y la memoria en «Cuando hablábamos con los muertos», de Mariana Enríquez, de Lucía Leandro-Hernández
Este es el vídeo de la conferencia que comentaba más arriba.
Os recomiendo que echéis un vistazo a la bibliografía de ambos artículos. No hay mejor manera de empezar a tirar de un hilo.
Resumen
La narración es aparentemente simple: un grupo de cinco amigas se reúnen alrededor de una tabla ouija para hablar con los muertos. En principio no tienen como objetivo ningún espíritu en particular, pero pronto surge la idea de comunicarse con los desaparecidos del régimen argentino. Ahí es donde empiezan los problemas, pues la comunicación es complicada.
Las chicas «aportan» cada una un desaparecido con quien hablar. Todas menos una, la Picocha, en cuya casa se realiza el ritual. Pero como ella no cuenta con ningún desaparecido entre sus familiares o conocidos, la conversación no puede tener lugar. Hasta que, en el clímax del relato, los espíritus les juegan una mala pasada a las chicas: envían a un fantasma que se hace pasar por su hermano y la sacan de la habitación.
Pero esto no arregla las cosas. Parece que el vaso de la ouija va a hablar, pero no se extrae de él información relevante. Además, cuando la Picocha se da cuenta de que un muerto la ha tocado, tiene un ataque de nervios. Sus padres acusan a sus amigas de mala influencia y el grupo se rompe. Se pierden las amistades y jamás se logra hablar con los muertos.
Personajes
La narradora, de la que desconocemos su nombre, y sus cinco amigas son los personajes principales del relato. Además, Enríquez nos da una visión somera de sus familias y entornos, pues de ellos depende su legitimidad para hablar con los muertos.
La Polaca es una chica de familia católica, la que hace el esfuerzo de comprar la tabla ouija para que todas puedan jugar. En su haber, como desaparecido, cuenta con el novio de su tía.
Julia vive con su abuela y su hermano en un piso muy modesto y los desaparecidos con los que quiere hablar son sus padres.
De Nadia no sabemos mucho además de que vive en un barrio peligroso y su desaparecido es un amigo de su padre.
La narradora no se describe más que para decir que es tan adolescente como las demás y que su desaparecido es un vecino.
La Picocha es la chica que pone sobre la mesa la casa donde se realizará el ritual una vez que pierden el piso franco de La Polaca. Ella no tiene a ningún desaparecido y eso la convierte en el principal obstáculo de la comunicación con los muertos, aunque las chicas no saben nada de esto hasta el segundo punto de giro.
La estructura en tres actos
Cuando hablábamos con los muertos es un ejemplo perfecto, trazado casi con tiralíneas, en lo que respecta a los elementos clave de la estructura en tres actos. Es más difícil ver los puntos de inflexión porque se tata de un relato que no llega a las 3500 palabras, pero de todos modos los eventos principales sí están presentes:
Gancho: tras un prólogo de unas pocas líneas, Enríquez no se anda con chiquitas: «Empezamos con la copa en casa de la Polaca, encerradas en su pieza. Teníamos que hacerlo en secreto porque Mara, la hermana de la Polaca, les tenía miedo a los fantasmas y a los espíritus[…]». Esto funciona para atraer la atención de la lectora, aunque en realidad el primer gancho es el propio título del cuento, lo bastante florido e inquietante por sí mismo.
El planteamiento llega hasta el 25% del relato, donde se produce el primer punto de giro: la madre de La Polaca las echa de casa y las chicas descartan una por una todas las opciones excepto la casa de la Polaca, que es el único lugar al que pueden dirigirse
Punto medio: recordemos que desde el primer punto de giro hasta el punto medio, las protagonistas no saben muy bien a qué atenerse y se pasan la vida reaccionando a los que sucede a su alrededor. Aquí ese despiste se traduce en la imposibilidad de hablar con los muertos tal y como desean. Esa ignorancia acaba cuando, alrededor de la mitad de la historia, descubren lo que deben hacer: « En un libro sobre el método de la tabla habíamos leído que ayudaba concentrarse en un muerto conocido, recordar su olor, su ropa, sus gestos, el color de su pelo, hacer una imagen mental, entonces era más fácil que el muerto de verdad viniera». A partir de ahí se relajan y ponen sobre la mesa sus respectivos desaparecidos. Hasta este momento las lectoras tampoco tenemos muy claro lo que buscan estas niñas, pero con los párrafos que siguen, la búsqueda de explicaciones sobre el paradero de esos secuestrados de estado ya queda patente.
El segundo punto de giro se da alrededor del 75% y en este relato está marcado por la revelación del motivo verdadero que impide la comunicación con los muertos: sobra una de las chicas. «Pero otros no contestaban porque alguien los molestaba. Una de nosotras. Quisimos saber por qué, y nos dijo que no sabía el motivo, pero que era así, una de nosotras estaba de más». A partir de ahí la historia se precipita hasta que llega el clímax.
Clímax: « Y entonces todo pasó muy rápido, casi al mismo tiempo. La copa se movió sola. Nunca habíamos visto una cosa así. Sola solita, ninguna de nosotras tenía el dedo encima, ni cerca. Se movió y escribió muy rápido, “ya está”. ¿Ya está? ¿Qué cosa ya está? En seguida, un grito desde la calle, desde la puerta: la voz de la Pinocha. Salimos corriendo a ver qué pasaba, y la vimos abrazada a la madre, llorando, las dos sentadas en el sillón al lado de la mesita del teléfono».
Esto en cuanto al arco de la historia. ¿Qué pasa en Cuando hablábamos con los muertos con el arco del personaje?
Hay que tener en cuenta que no hay un único personaje que avance por esta historia de manera individual, sino que las protagonistas forman un grupo compacto. El significado de las acciones que hemos visto las afectan como grupo. Así que, para estudiar el arco del personaje debemos considerar que el protagonista del relato es el grupo.
En este sentido, el arco del personaje es negativo. Se considera que el arco del personaje es negativo cuando En este caso la novela narra la caída de la protagonista que, o bien queda maldita para siempre, o muere, o la no consecución de su objetivo la deja muy tocada. Y, para verlo, hay que analizar cómo afectan los eventos de la trama al grupo de chicas.
En el párrafo que actúa como prólogo Enríquez las presenta no como entidad individual, sino por sus características adolescentes. De hecho, esto es relevante y encaja con el título en pasado del relato. Las chicas hablaban con los muertos cuando eran adolescentes y ser adolescentes significa lo siguiente:
A esa edad suena música en la cabeza, todo el tiempo, como si transmitiera una radio en la nuca, bajo el cráneo. Esa música un día empieza a bajar de volumen o sencillamente se detiene. Cuando eso pasa, uno deja de ser adolescente. Pero no era el caso, ni de cerca, de la época en que hablábamos con los muertos. Entonces la música estaba a todo volumen y sonaba como Slayer, Reign in Blood.
Aunque la mayor parte de los estudios y artículos sobre el relato hablan acerca de los muertos, el terrorismo de estado y la posmemoria, yo creo que la adolescencia también es uno de sus temas centrales. La adolescencia, la curiosidad y la rebeldía, siquiera formal, que implica y cómo la pérdida de ese empuje nos lleva a renunciar a determinados deseos. En este caso, el deseo de que se contesten las preguntas.
En el gancho se usa un modo de hablar y percibir el entorno absolutamente adolescente también. Y esto es importante porque la presentación de los personajes, al hacerse de esta manera, contribuye a la creación de la atmósfera perfecta. De hecho, el arco del personaje corre paralelo a la conformación del escenario y del ambiente de terror.
Empezamos con la copa en casa de la Polaca, encerradas en su pieza. Teníamos que hacerlo en secreto porque Mara, la hermana de la Polaca, les tenía miedo a los fantasmas y a los espíritus, le tenía miedo a todo, bah, era una pendeja estúpida.
El primer punto de giro, el momento en que las chicas deben abandonar la casa de la Polaca, que es un lugar seguro, las obliga a empezar un periplo por senderos oscuros que las llevará a una casa encantada.
Por fin, una noche de verano las cuatro conseguimos el permiso y nos fuimos hasta lo de la Pinocha. Era lejos de verdad, la calle donde quedaba su casa no estaba asfaltada y había zanja al lado de la vereda. Tardamos como dos horas en llegar.
Este pequeño viaje iniciático sirve para que a la lectora le cambie el ánimo. Las chicas, que todavía son adolescentes inconscientes, no saben lo que se les viene encima, no han perdido el optimismo ni las ganas de divertirse. Pero la lectora ya percibe que el entorno ha cambiado.
Otra de las cosas que no se dice de Cuando hablábamos con los muertos es que está narrado según el patrón de los relatos de casa encantada aunque no lo sea. Pero ya hablaremos de eso cuando lleguemos al apartado de lo sobrenatural.
Desde este momento hasta el punto medio, las chicas pasan por diferentes estados de ánimo, aunque el más relevante es la frustración. Pero una vez que empiezan a hablar de sus desaparecidos y que se muestran como son, parece que las cosas se van a arreglar y que se comunicarán por fin con el otro lado:
La Pinocha no tenía a ninguno que aportar, pero llegamos a la conclusión de que con todos los muertos que ya teníamos era suficiente. Esa noche jugamos hasta las cuatro de la mañana, a esa hora ya empezamos a bostezar y a tener la garganta rasposa de tanto fumar, y lo más fantástico fue que los padres de la Pinocha ni vinieron a tocar la puerta para mandarnos a la cama.
Sin embargo esto no es así. En el segundo punto de giro se señala a la Picocha y en el clímax los muertos incluso la tocan. Es entonces cuando se rompe la cohesión del grupo del que, en el desenlace, se nos dice que no volvió a juntarse y que tampoco volvió a hablar con los muertos.
El escenario y lo sobrenatural
Si hay algo por lo que este relato es sobresaliente es por el hecho de que, partiendo de un escenario doméstico, nos lleva a un escenario completamente mágico utilizando para ello recursos conocidos de una manera muy inteligente y fresca. Y aquí es donde más podemos aprender de Enríquez en esta ocasión.
Lo primero que hace es dar inicio al relato tratando con patente desprecio (o al menos condescendencia) al instrumento de comunicación; es decir a la ouija:
Empezamos con la copa en casa de la Polaca, encerradas en su pieza.
Empezamos con la copa es una manera tan poco específica de referirse al ritual que da la sensación de que no le otorgan ninguna importancia. Ocurre lo mismo con la descripción que se hace de ella poco después:
[…]ahí estábamos con nuestra preciosa tabla, que tenía los números y las letras en gris, fondo rojo y unos dibujos muy satánicos y místicos, todo alrededor del círculo central.
Da la sensación de que, desde su presente adulto, la narradora no se toma muy en serio lo que ocurrió cuando era adolescente. Algo, por desgracia, muy propio de la mayoría de los adultos.
Este restar importancia a la tabla hace que, como lectoras, nos relajemos. Algo necesario después de un título tan potente como el del relato. En la literatura de terror, el efecto sorpresa y la creación de un ambiente propicio son básicos. El título ayuda a identificar el género del relato y la primera aproximación a lo sobrenatural, te ayuda a colocarte en una situación segura, de espectadora pretendidamente inocente.
Estas primeras referencias no son solo paternalistas, sino que emplean un lenguaje inocente. Al hablar de que la copa flotaba en humo cuando jugaban, Enríquez consigue dos objetivos: en primer lugar planta en el escenario el humo que recuerda a los jirones de niebla de ambientes más góticos. En segundo lugar, no renuncia al aire irreverente y lúdico que acompaña a las adolescentes.
A medida que el texto avanza, el elemento sobrenatural se va haciendo más patente. Hasta que estalla al final.
Pero antes de eso, Enríquez se entretiene en dejar patente la diferencia entre adultos y adolescentes. Ya en la primera página del relato, llega la madre de una de las chicas a estropearles la diversión. Este párrafo adelanta los acontecimientos que sucederán más tarde. A estas alturas, tan temprano, ya está la copa enloquecida. Y Enríquez nos informa de las reglas para su uso sin recurrir al temido infodump. Lo hace con un pequeño fragmento que aporta verosimilitud y aumenta la tensión. Tensión que se debe precisamente a esa verosimilitud.
Así, encerradas entre humo y con la copa totalmente enloquecida, nos encontró Dalila, la madre de la Polaca, y nos sacó a patadas. Yo pude recuperar la tabla –y me la quedé desde entonces– y Julita evitó que se partiera la copa, lo cual hubiera sido un desastre para la pobre Polaca y su familia, porque el muerto con el que estábamos hablando justo en ese momento parecía malísimo, hasta había dicho que no era un muerto-espíritu, nos había dicho que era un ángel caído. Igual, a esa altura, ya sabíamos que los espíritus eran muy mentirosos y mañosos, y no nos asustaban más con trucos berretas, como que adivinaran cumpleaños o segundos nombres de abuelos. Las cinco nos juramos con sangre –pinchándonos el dedo con una aguja– que ninguna movía la copa, y yo confiaba en que era así. Yo no la movía, nunca la moví, y creo de verdad que mis amigas tampoco. Al principio, a la copa siempre le costaba arrancar, pero cuando tomaba envión parecía que había un imán que la unía a nuestros dedos, ni la teníamos que tocar, jamás la empujábamos, ni siquiera apoyábamos un poco el dedo; se deslizaba sobre los dibujos místicos y las letras tan rápido que a veces ni hacíamos tiempo de anotar las respuestas a las preguntas (una de nosotras, siempre, era la que tomaba nota) en el cuaderno especial que teníamos para eso.
Antes de este momento solo habíamos paseado por kioskos y habitaciones. Pero de repente nos encontramos en un auténtico círculo sagrado. Y todo ello sin salir a la calle.
A partir de este momento el cuento se vuelve más oscuro. Las chicas no tienen más remedio que ir a la casa de la Picocha, un lugar alejado:
Era lejos de verdad, la calle donde quedaba su casa no estaba asfaltada y había zanja al lado de la vereda. Tardamos como dos horas en llegar.
En Casa Tomada, los hermanos viven alejados del centro, la casa de Bramaltariq en Primeras armas, de Angélica Gorosdicher también está aislada y en ella suceden hechos oscuros y malvados. Desde La caída de la casa Usher hasta La chica descalza en la colina de los arándanos, el lugar mágico maldito, la casa encantada, se encuentra en un páramo solitario o, al menos, alejada de la civilización. En Cuando hablábamos con los muertos, también.
Esto obedece a varios motivos pero, como decía, el principal tiene que ver con la necesidad de que protagonistas y lectora abandonen a la vez el mundo ordinario y se adentren en un lugar más propicio a hacer aflorar las emociones buscadas.
En este relato, la casa de la Picocha se convierte en caserón abandonado:
Era una casa fea porque todavía estaba en construcción, con el revoque sin pintar, las bombitas colgando de los feos cables negros, sin lámparas, el piso de cemento nomás, sin azulejos ni madera ni nada.
Se trata de una casa nueva, a medio construir, que tiene el mismo aspecto que una casa vieja a medio derruir y por tanto se convierte en el lugar perfecto para que en ella transcurra una historia de fantasmas.
Sobre todo si la historia involucra a fantasmas recientes, como los desaparecidos. Porque aquí no se habla de antepasados remotos, sino del terrorismo de estado sobre el que no tiene más remedio que construirse la Argentina de la posdictadura. Argentina, lo mismo que la casa, no estaba terminada, le faltaba el enlucido y le colgaban las bombillas del techo.
El resto de la descripción no hace más que aumentar la sensación de que la casa es más que una casa y más que un espacio mágico: huele a hierba quemada y río y la parcela está protegida por rejas y por un perro peligroso. Se parece tanto a un lugar muy bien guardado como a una prisión. No es un lugar seguro, […]pero la Picocha nunca se quejaba[..].
Y es en este escenario cuando asistimos al primer desfile de desaparecidos. Tener siquiera alguna noción de lo que son los desaparecidos y por qué existe el término, ya dota al relato de un aura de terror mucho más real. Pero Enríquez no se conforma con eso. Conjuga el terror gótico del relato de fantasmas con el terrorismo de estado real hasta que nos lleva a un clímax que acaba en silencio: los adultos terminan con los juegos y con la relación de las chicas.
Temas
Los he mencionado a lo largo del artículo, así que los listaré y haré una breve mención a los que no he desarrollado:
Los desaparecidos
La adolescencia como época dorada para la curiosidad y también como periodo efímero y abocado a la desaparición, como todo aquello que lo define.
Reflexión acerca de la posmemoria: la posmemoria se relaciona con los recuerdos de hechos pasados por aquellos que no los vivieron. Las segundas y posteriores generaciones. Y en el relato está personificado en el personaje de la Picocha. Enríquez aprovecha el relato para preguntarse si todos tenemos derecho al dolor y al recuerdo de aquello que no vivimos directamente pero que nos afecta como herederos.

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