Existe un lugar por el que todos pasamos antes de nacer: el útero materno. Nos gestamos allí durante nueve meses. Algunas arrendadoras se sienten encantadas de tener un inquilino o una inquilina a los que conocerán de verdad casi un año después. Otras se sienten atrapadas, consumidas por el hambre feroz de un parásito del que ya no se desharán.
Nosotras, nosotros, nos encontramos allí sin que haya mediado voluntad alguna por nuestra parte. Lo arrendamos, sí, pero obligados. No tenemos la menor idea de cómo hemos llegado a esa matriz de mucosa húmeda y cómoda. Ni sabemos por qué debemos salir de ella. Lo que sí sabemos es lo que ocurre después. Asistimos al segundo acto de la obra que protagonizamos, nuestra vida, mediatizados por las líneas de diálogo del personaje secundario más importante: la madre. Nuestra madre.
La relación de madres e hijas, de hijos y madres, define cómo nos enfrentamos a nuestra propia existencia. La figura de la madre se vuelve aterradora. Dependemos de ella durante nuestros primeros años y cuesta desligarse de esa dependencia una vez crecemos.
Las peores relaciones tóxicas son maternofiliales. Y muchas de ellas se encuentran en estas páginas. Aquí hay mujeres obligadas a ser madres, hijos que se casan con mujeres que se portan como madres. Hay madres malvadas, madres castrantes, hijas que matan. Ese hilo invisible que nos conecta a todas, que nos conecta a todos, es el que cose también los relatos de esta colección.
Y además están los monstruos: vampiros, fantasmas, seres sobrenaturales ¿Pero a quién le importan esos pobres bichos cuando hay una pobre madre en la sala?
Inquilinos
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