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Los otros, de Neil Gaiman




Cuestiones previas al análisis


Hay algo que conecta con cada uno de nosotros cada vez que leemos una historia bien escrita. Algo profundo, algo que nos habla directamente, sin que ello tenga que ver con que los acontecimientos de la historia sean ciertos o no. Si nos tocan donde deben tocarnos, nos creemos lo que hemos leído.


Ese algo, nos enseña Neil Gaiman, es la verdad. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de la verdad y cómo podemos llevarla a nuestras propias historias? Hay tres elementos que llenan de verdad nuestra escritura: honestidad, especificidad y fe. Vamos a estudiarlos y a ver cómo los traslada Gaiman a su relato Los otros.


Aunque, antes de empezar, tenemos que entender qué hace que una historia de ficción sea poderosa. Así aplicaremos mejor las características de la verdad en nuestras propias historias.


La magia de la ficción


Hay algo que todos los lectores de ficción saben aunque no sean conscientes de ello: la ficción suele estar más cerca de la verdad que nuestra vida diaria. Aunque solo sea porque vivir implica negar determinadas cuestiones que convertirían nuestro día a día en un infierno. Asuntos como la desigualdad, el vacío existencial, la cantidad de cosas absurdas que hacemos para no enfrentarnos a nuestra propia fragilidad o a la soledad… En fin, no las enumero todas aquí porque no hemos venido a deprimirnos, pero seguro que sabes a qué me refiero.


La ficción posee la capacidad de ofrecernos algo verdadero mediante el uso de mentiras. Cuando leemos ficción, la ansiedad, el dolor o la soledad que nos afligen pasan a un segundo plano. El miedo se mitiga y las emociones de las que surge salen a la superficie. Muchas autoras de ficción son francas y se muestran vulnerables. Lo hacen entretejiendo verdad en sus mundos y personajes de ficción. Neil Gaiman lo explica así:


Usamos mentiras memorables. Llevamos a personas que no existen y acontecimientos que no les sucedieron a lugares que no de mentira. Y así comunicamos la verdad.


Comunicar la verdad. Esa es la clave. Neil Gaiman usa el ejemplo de Caperucita Roja para ilustrar mejor la magia de la ficción. Menciona que muchos de los eventos en esa historia están muy lejos de la realidad, ya que los lobos no se comen a las abuelas, los niños no confunden a sus abuelas con lobos y estos últimos no pueden hablar. Las lectoras sabemos todo eso y también sabemos reconocer la verdad que se esconde tras esos hechos y detalles que son mentira.


¿Y cuál es la verdad que se esconde tras Caperucita? Según Gaiman, una de las verdades que encierra el cuento es que hay lobos cubiertos de pelo por fuera mientras que otros llevan el pelaje por dentro y que es buena idea mantenerse a salvo de ambos. Tener cuidado con los extraños, especialmente con aquellos que nos ofrecen caramelos, es una lección muy valiosa para niñas y también para adultas.


Piensa en tus historias favoritas. Por increíbles que sean, seguro que encierran alguna verdad que resuena contigo. En mi caso, La historia interminable, de Michael Ende, una de mis novelas de fantasía más queridas, me habla de que es imprescindible saber quién eres antes de intentar cambiar el mundo. Bastian se deja arrastrar por sus caprichos y así pierde sus recuerdos. Eso lo pone en la tesitura de perderse a sí mismo. Pero cuando lo descubre, sobrevive. No importa, leo yo, lo horrible que sea tu vida. Tú estás en el centro y debes conocerte bien para salir del ojo del huracán o solo crearás desastres mayores.


Ese es uno de los orígenes de Barro, por cierto, una novela en la que Alicia, su protagonista, debe recuperar el conocimiento de sí misma. La escribí pensando en lo difícil que es deshacerse de las influencias externas. Lo difícil que es hacer lo que hizo Bastian al final de su propia novela.


La honestidad


Hay muchas escritoras muy hábiles que pueden crear historias bien escritas y tramas la mar de interesantes. Pero sin honestidad, será muy difícil conectar con tu audiencia. Cuando hablo de honestidad no me refiero a ofrecer información objetiva o a investigar de manera exhaustiva, sino a conocerte a ti misma y expresarlo en tu obra.


Por supuesto, conocerse lleva tiempo.


Y, por suerte, no hace falta vaciarse en cada manuscrito. Independientemente de tu edad o de tu recorrido vital, seguro que has pasado por experiencias que te han marcado. Es a esas experiencias a las que puedes recurrir para decir algo verdadero, algo honesto. Volviendo a Barro, mis lectoras suelen preguntarme si la obra es autobiográfica y yo siempre contesto lo mismo: ojalá. No: yo nunca me he enfrentado a mis miedos como lo hace la Alicia de la novela y jamás me he caído en el País de las Maravillas. Pero el libro está escrito desde un lugar emocional que es verdadero y que presidió mi vida durante mucho tiempo. Por eso resuena con un montón de lectoras que se han sentido atrapadas y confusas, sobre todo durante la postadolescencia, cuando crees que ya eres capaz de llevar las riendas de tu propia vida, pero resulta que no.


Para ser realmente honestas, tenemos que obligarnos a salir de nuestro caparazón y exponernos al mundo. Suena un poco espantoso, sobre todo para las más tímidas, pero es un poco lo que hay.


Ser honesta da miedo. Exponerse asusta. Pero al final la gente respetará tu trabajo por lo que es. Cuando lleguen las críticas, tu obra gustará o no, pero al menos no tendrás que preocuparte de que te tomen por Milli Vanilli. Tienes que recordarte a ti misma que es mejor ser juzgada por algo que refleja tus opiniones, emociones, o preferencias honestas que ser juzgada por algo que escribiste para agradar a los demás.


La gente responde bien a la honestidad. Respondemos bien a lo que nos parece auténtico y descartamos instantáneamente todo lo que no lo es.


Sé específica


Cuando eres honesta, comienzas a identificar aquello en lo que vale la pena profundizar, independientemente de si es positivo o negativo. En otras palabras, empiezas a ser específica. La especificidad te da una meta. Ese objetivo podría ser expresar tu perspectiva sobre un sentimiento, como el dolor o el amor; contar una experiencia o incluso narrar una tarea mundana. La especificidad te obliga a poner en palabras lo que de otro modo es intangible y aparentemente inexpresable.


Además, ser específica también tiene un efecto mayor: conecta con los demás. Las lectoras comienzan a sentirse más conectadas con tu obra porque reconocen elementos que coinciden con sus mismas experiencias vitales. Al fin y al cabo, la literatura trata sobre la condición humana.


Cuando escribes de manera específica, las lectoras pueden proyectarse sobre tus personajes, situaciones y sentimientos. Porque las emociones verdaderas son comunes a millones de personas y seguirán siéndolo en el futuro.


Recuerda que ser específica no significa contar tu vida con pelos y señales (salvo que quieras hacerlo). Significa extraer la esencia de tu experiencia y ponerla en un contexto ficticio.


Si te cuesta ser específica, lleva un diario. Escribe un poco cada día. Incluso los días en los que parece que no ha pasado nada. Escarbar en tus emociones y tus experiencias te ayudará a saber dónde está eso que merece la pena.


Cree la mentira que estás contando


El último elemento clave de la verdad es la fe. Pero no cualquier tipo de creencia. Tienes que creer en tus propias mentiras. Cuando cuentes una historia, es fundamental que creas en lo que estás escribiendo. Si no lo crees tú, nadie lo hará.


Creer en tus historias te ayuda a crear historias creíbles. Esto suena muchísimo a tautología, pero es verdad. Como en el caso de las personas que cuentan mentiras pero a las que no se puede llamar mentirosas porque creen las mentiras que están contando.


Convéncete de que tu historia es verdadera, que tus personajes existen, que esos acontecimientos les sucedieron y que esos lugares no se encuentran lejos de los nuestros.


Así conectarás con tus lectoras de un modo mucho más profundo y significativo.


Conclusión


La verdad no es algo fácil de lograr para las escritoras. Requiere tiempo, esfuerzo y constancia. Así que no te agobies si tus historias no están llenas de verdad al principio. Continúa escribiendo y exponiéndote. Como el personajes principal del relato que analizamos a continuación.


Los otros, de Neil Gaiman: relato


—Aquí el tiempo es fluido —dijo el demonio.


Supo que era un demonio en el mismo momento en que lo vio. Lo supo. Igual que supo que aquel lugar era el infierno. Ninguno de los dos podría haber sido otra cosa.


La habitación era alargada, y el demonio esperaba junto a un brasero humeante en el extremo más alejado. Multitud de objetos colgaban de las paredes de piedra gris, objetos que no habría sido prudente ni tranquilizador acercarse. El techo era bajo, el suelo, extrañamente insustancial.


—Acércate más— dijo el demonio, y el hombre obedeció.


El demonio era flaco como un palo e iba desnudo. Estaba cubierto de cicatrices, y parecía que en algún momento lejano le hubiera desollado. Carecía de orejas o sexo. Sus labios eran finos, de aire ascético y sus ojos eran ojos de demonio: habían visto demasiado y habían llegado demasiado lejos. Bajo su mirada su mirada, el hombre se sentía tan insignificante como una mosca.


—¿Y ahora, qué? — preguntó.


—Ahora— dijo el demonio con una voz carente de pena o deleite, de la que solo se desprendía una resignación espantosa, definitiva —serás torturado.


—¿Durante cuánto tiempo?


Pero el demonio se limitó a negar con la cabeza y no respondió. Caminó despacio a lo largo de la pared, detuvo la mirada en uno de los objetos que colgaban de ella, luego en otro. En el extremo más alejado, junto a la puerta cerrada, había un látigo de nueve colas hecho de alambre de espino. El demonio lo cogió con una mano de tres dedos y desanduvo el camino portándolo con reverencia. Colocó los extremos espinados del alambre sobre el brasero y observó cómo se calentaban.


—Eso es inhumano.


—Sí.


Las puntas del látigo resplandecían en un mortecino tono anaranjado.


Mientras levantaba el brazo para asestar el primer golpe, dijo:


—Habrá un momento en el que recordarás todo esto, incluso este momento, con cariño.


—Mientes.


—No—dijo el demonio. Y, justo antes del latigazo, explicó— Lo siguiente es peor.


Entonces las nueve colas de alambre aterrizaron en la espalda del hombre con un crujido y un siseo. Rasgaron su ropa cara; quemaron, desgarraron e hicieron jirones todo lo que encontraron en su camino y el hombre gritó. No sería la última vez.


Había doscientos once instrumentos en las paredes de la habitación y habría un momento para que probara cada uno de ellos.


En las paredes esperaban aún doscientos once instrumentos de tortura y, a su debido tiempo, habría de probar cada uno de ellos. Cuando la cigüeña, a la que había llegado a conocer muy íntimamente, volvió a la posición doscientos once, ya limpia, preguntó casi sin aliento:


—¿Ahora qué?


—Ahora —dijo el demonio—es cuando empieza el dolor.


Así fue.


Todo lo que había hecho y que habría sido mejor no hacer; todas las mentiras, a sí mismo o a otros; todo el daño causado, grande o pequeño. Todos y cada uno de esos actos le fueron extraídos detalle a detalle, centímetro a centímetro. El demonio le arrancó la capa de olvido y todas las demás capas tras las que ocultaba la verdad. Y la verdad desnuda dolió más que nada.


—Dime lo que pensaste cuando salió por la puerta—dijo el demonio


—Pensé que me había roto el corazón.


—No—dijo el demonio. No había odio en su voz. —Qué va.


Lo miró con ojos vacíos, sin expresión, y el hombre no tuvo más remedio que apartar la mirada.


—Pensé que ya nunca sabría que me había acostado con su hermana.


El demonio desmontó su vida momento a momento, odioso instante a odioso instante. Duró cien años, quizá mil. Disponían de todo el tiempo el mundo en esa habitación gris y, hacia el final, se dio cuenta de que el demonio había tenido razón. La tortura física había sido más llevadera.


Y terminó.


Y una vez terminó, volvió a empezar. Con un autoconocimiento que no había estado ahí la primera vez y que, de algún modo, hacía que todo fuese peor.


Porque cuando hablaba se odiaba, No había mentiras, ni rodeos, ni espacio para nada que no fuera el dolor y la ira.


Hablaba. Ya no lloriqueaba. Y cuando terminó, mil años después, rezó para que el demonio se acercara a la pared y regresara con el cuchillo de desollar, o la pera de la angustia o los tornillos.


—Otra vez—dijo el demonio.


El hombre gritó. Gritó durante mucho tiempo.


—Otra vez—dijo el demonio cuando los gritos cesaron. Como si no hubiera pasado nada.

Era como pelar una cebolla. En esa ocasión se enfrentó a las consecuencias. Las consecuencias de las cosas que había hecho, cosas de las que no había sido consciente mientras las hacía; las maneras en las que había causado daño al mundo o a personas a las que nunca había conocido, o visto, o con quienes ni siquiera se había cruzado. Era la lección más dura hasta el momento.


—Otra vez—dijo el demonio, mil años más tarde.


Se acurrucó en el suelo, junto al brasero, y se meció muy despacio, con los ojos cerrados. Contó la historia de su vida, volvió a vivirla mientras la contaba, desde el nacimiento hasta la muerte, sin cambiar nada, sin evitar nada, enfrentándose a todo. Abrió su corazón.


Cuando terminó se sentó, con los ojos cerrados y esperó a que la voz dijera «otra vez», pero nadie dijo nada. Abrió los ojos.


Se levantó despacio. Estaba solo.


En el extremo más lejano de la habitación había una puerta que, mientras la miraba, se abrió.


Un hombre atravesó el umbral. Había terror en su cara y arrogancia, y orgullo. El hombre, que vestía ropa cara, dio algunos pasos vacilantes y se detuvo.


Cuando vio al hombre, lo entendió.


—El tiempo aquí es fluido —le dijo al recién llegado.


Los otros, de Neil Gaiman: fortalezas y debilidades


Si estamos hablando de conectar mediante la verdad, lo primero que debemos analizar en este relato son los puntos donde la verdad de Gaiman conecta con la de su público.


Lo primero que hace el autor es colocarnos en un marco espacio temporal indefinido pero que cada lectora puede hacer tan personal como desee:


  • El tiempo es fluido, así que el cuento va a transcurrir en la eternidad o, al menos, en una línea temporal ajena a la nuestra.

  • El lugar es el infierno. Como no lo describe con demasiada profusión en esta primera línea, cada lectora puede acudir a su propia idea del infierno. En cualquier caso, el concepto de tiempo que no termina y el de infierno como lugar de sufrimiento ya colocan a las lectoras en la posición emocional que Gaiman necesita para contar el resto de la historia.

A continuación, Gaiman concreta un poco más el espacio. Y lo hace con una descripción muy corta: habitación alargada, decorada con instrumentos de tortura y en cuyo fondo hay un brasero encendido.


Puede que el infierno no tenga ese aspecto para todas nosotras, pero la idea de tortura sí convoca ecos de sufrimiento, que es la esencia del infierno.


Así que ya en el primer párrafo asistimos a una pizca de verdad que se nos ofrece de manera muy específica: el infierno es un lugar poco acogedor donde seremos sometidos a tortura por nuestros pecados.


No hace falta mucho más para conjurar el miedo o, en el caso de las más escépticas, al menos cierta inquietud.


En los párrafos siguientes, Gaiman ahonda en la verdad del protagonista, que se siente insignificante ante la presencia de un demonio antropomorfo pero sin un género definido. Se tarta de un torturador más bien inhumano. Y esa inhumanidad es el siguiente elemento de terror en el relato.


Tenemos un infierno para empezar, un demonio inhumano y un elemento de indefinición, la tercera pata de la mesa, que nos ponen los pelos de punta.


De hecho, quizá Gaiman no haya empezado a hablar de su verdad todavía. Ni siquiera puedo asegurar que lo haga puesto que yo no soy él. Pero sí sé que la tortura sistemática se basa precisamente en esos tres elementos: un espacio desconocido, provocar en la víctima un sentimiento de indefensión absoluto y la desorientación. Como las víctimas de secuestros, el protagonista de este relato no sabe qué va a pasar (aunque se lo imagina y eso es casi pero) ni sabe cuánto va a durar.


El diálogo que Gaiman escribe a continuación es maravilloso y muy eficiente porque remarca esos elementos y añade una emoción nueva; o dos, si leemos con atención: la primera es la inevitabilidad. Cuando el protagonista loa cusa de inhumano, el demonio le da la razón. Cuando lo acusa de mentir, el demonio niega la mentira. Una forma abrumadora y muy eficaz de decir «esto es lo que hay». La segunda emoción es más bien una intensificación. Cuando el demonio indica que habrá un momento en el que la tortura física le parecerá agradable al protagonista, nosotros nos ponemos alerta. ¿Qué otra cosa puede ser peor que el dolor más atroz?


La respuesta es precisamente uno de los elementos de la literatura de los que hemos hablado más arriba: admitir la verdad.


Me atrevo a decir que este es el fragmento del relato en el que Gaiman se expone más abiertamente y también el fragmento en el que las lectoras conectamos de manera más directa: presenta abiertamente una mentira. Y no se molesta en explicar las emociones del protagonista. Lo que hace es ahondar en lo exhaustivo del método del demonio, que no le permite refugiarse en su propia máscara, sino que le obliga a quitarse capa tras capa de mentiras hasta que no queda de él más que la verdad.


Pero lo mejor del relato es el final.


Porque le lenguaje de Gaiman, simple y áspero; quizá un poco demasiado parco para despertar emociones, se revela muy útil ante los hechos: cuando el protagonista por fin se ha desecho de todo lo que no es él mismo, la puerta se abre y entra un hombre con ropa cara. Entonces sabemos que el protagonista se ha convertido en el demonio y que quizá lo fuera desde el principio.


Sabemos pues que el infierno, al contrario que en la obra de Sartre, no son los otros, sino uno mismo.


La cuestión es ¿cómo sabemos si el demonio siempre ha sido el protagonista o si el hombre que entra por la puerta es uno diferente?


Yo me inclino por estudiar el lenguaje.


El tiempo es fluido, dice. Lo que nos lleva a pensar en un tiempo que no termina y si no termina es porque nunca ha empezado. Lo que indica que los dos personajes que aparecen siempre han estado juntos.


El protagonista identifica al demonio como demonio desde el primer momento y el lugar como el infierno también desde el primer momento. Dice Gaiman, de hecho, que ninguno de ellos podría haber sido otra cosa. Si has leído a Gaiman sabrás que le gustan las matrioskas, los espejos y las cajas chinas. En Sandman, uno de los primeros castigos que Morfeo impone es precisamente el que narra este relato: el eterno despertar.






El eterno despertar es un castigo cruel porque significa que la víctima deberá vivir en un estado permanente de miedo. Y ese miedo procede del propio cerebro. Un poco de la misma manera que en Los otros. Sobre todo si compramos la interpretación de que no hay infierno en realidad, sino que el protagonista se encuentra encerrado dentro de su propia mente, donde, por supuesto, el tiempo es fluido y somos capaces de torturarnos hasta el infinito y mucho más allá.


Pero hablaba del lenguaje, de cómo las palabras de Gaiman anticipan el final y pueden servir para deducir que, efectivamente, el relato habla de remordimientos, de culpa y del castigo que supone darle cientos de vueltas a lo que hemos dicho o hecho:


  • Los látigos rasgan la ropa cara del hombre al principio de la tortura y el hombre que entra al final en la habitación también lleva ropa cara.

  • El demonio repite la misma frase todo el tiempo: otra vez. Y una vez terminó, dice el narrador, volvió a empezar.

Si seguimos la lógica del cuento, lo que nos queda es que, en el momento en el que Gaiman escribe: “Cuando terminó se sentó, con los ojos cerrados y esperó a que la voz dijera «otra vez», pero nadie dijo nada. Abrió los ojos”. La tortura vuelva a empezar. Y así sucede:


«En el extremo más lejano de la habitación había una puerta que, mientras la miraba, se abrió.
Un hombre atravesó el umbral. Había terror en su cara y arrogancia, y orgullo. El hombre, que vestía ropa cara, dio algunos pasos vacilantes y se detuvo.
Cuando vio al hombre, lo entendió.
—El tiempo aquí es fluido —le dijo al recién llegado».

Y esto es lo que convierte el relato en un ejemplo maravilloso de terror psicológico disfrazado de terror sobrenatural.

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