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La virgen y la astronauta, de Archange Maudit

Actualizado: 25 oct 2021




Hay algo mágico en este relato que comienza como space opera y se transforma en terror social.


La historia es muy sencilla y muy triste: cuenta una tarde en la vida de una niña pequeña, hija de una mujer drogadicta, que nace enferma y que camina con zapatos ortopédicos. Esta niña posee una imaginación portentosa y vive en el barrio de las Tres Mil Viviendas, en Sevilla. Gracias a su imaginación, su ortopedia se convierte en unas botas de astronauta. La tragaperras del bar de su tío tampoco es una trampa para ludópatas, sino una nave espacial.


Esa tarde, al calor del sol de agosto, a la niña se le aparece la virgen. Busca ayuda en la iglesia, pero el párroco no le hace caso. Un poco después, la niña muere en brazos de la virgen, en un banco del barrio.


Primera parte del relato: los límites de lo real


Este es el primer párrafo del cuento:


«En la nave reinaba la confusión. Los asteroides silbaban como balas más allá de las mamparas de protección ultraestelar. La capitana de la Cirsa se mantenía serena en el control de mando, ajena e imperturbable a los gritos de la tripulación. Un sonido de cristales rotos los puso en alerta; segundos después, la nave se balanceó en la negrura espacial. La joven logró construir una apariencia calmada mientras su corazón se debatía al borde del triple salto mortal. Dio unas órdenes escuetas para confirmar que no había daños mayores y se aferró a los mandos. El panel de control se iluminaba con cientos de luces que demandaban su atención. Su segunda de a bordo estaba recluida en su compartimento, debatiéndose entre la vida y la muerte por herida de pistola láser, así que ella misma hizo los preparativos para la maniobra de emergencia. Tenía la certeza de ser la única, quizás en todo el universo conocido, capaz de sortear esa maldita lluvia de rocas».


Quienes me conocen, saben que no soy muy aficionada a la ciencia ficción. Así que un cuento con este comienzo podría haber acabado en la carpeta de rechazos, pero hay algo en estas pocas frases que engancha.


¿Qué es?


Hemos hablado muchas veces de que los comienzos de las novelas deben presentar a las protagonistas en un momento característico; y sabemos que un relato no dispone de muchas oportunidades de enganchar a su público. En principio, La virgen y la astronauta presenta a una mujer a los mandos de una nave espacial a punto de estrellarse. Este podría ser un buen gancho. Al fin y al cabo, Han Solo basa una buena parte de su atractivo en su capacidad de escapar de situaciones comprometidas a los controles del Halcón Milenario. Sin embargo, no es esto lo que me llamó la atención, sino los detalles que se esconden en una situación aparentemente anodina: la palabra ultraestelar, que el rango de la protagonista sea capitana y no comandante y el nombre de la nave: Cirsa. Inmediatamente, el cuadro de mandos se suma a esos tres elementos. ¿Cientos de luces que demandaban su atención? ¿En serio?


Con esas cuatro pistas juntas mi cabeza detecté que el relato no era de ciencia ficción. En ese género nadie usa el término ultraestelar, el único capitán que conozco es Kirk (los demás son muy grandilocuentes), Cirsa es una marca de máquinas tragaperras y cualquier autora de CiFi se cuidaría mucho de escribir «cientos de luces» en lugar de referirse a cada palanca, botón e indicador por su nombre. Así que seguí leyendo. El ritmo del texto ayuda mucho: las frases cortas, la acción trepidante y el tono decididamente infantil que se introduce a través de términos como «marcianos», para referirse a los extraterrestres, o «rayos megasónicos».


El uso de una narradora omnisciente en tercera persona que en este primer fragmento adopta el punto de vista de la protagonista es sin duda uno de los aciertos del relato. De hecho, es el manejo de la distancia narrativa lo que hace de La virgen y la astronauta un relato destacable. Lo que lo aleja del melodrama social y lo convierte en una buena muestra de género fantástico.


Porque, tras una primera página asistiendo a un acontecimiento intergaláctico lleno de peligros contado a través de los ojos de una niña (un poco como el primer episodio de Wanda Visión, salvando las distancias), asistimos a la irrupción de la realidad de la mano de su tío.


—Niña, joé, quítate ya de la maquinita que tienes a la Manuela esperando desde ayer.


Por lo general, las protagonistas de relatos fantásticos viven en un mundo real y la historia las lleva a uno fantástico. En este caso no es así. Y ese es el primer timbre de alarma que resuena en la cabeza de una lectora avezada. Si el personaje principal es arrancado de las garras de la fantasía, lo más probable es que el asunto no termine bien. Como, por ejemplo, en el Show de Truman o en el Quijote.


A partir de este momento, realidad y fantasía tocan la una los bordes de la otra mediante, como decía más arriba, el manejo de la distancia narrativa y la decisión de la autora de que su narradora omnisciente llame a la protagonista «pequeña astronauta».


La niña no tiene nombre, nadie la escucha y la narradora le da entidad a sus fantasías, no a su realidad. Esta decisión aparentemente inocua hace que dicha narradora mantenga una conexión estable con la niña. Aunque en muchas ocasiones se aleja de ella para hablar del barrio o de los pensamientos de otros personajes, nunca la abandona. La conexión, que se establece mediante el uso de un simple apelativo, también contribuye a la creación de la atmósfera fantástica y presagia un final poco halagüeño.


Los cambios de realidad


Veamos cómo Maudit transita entre fantasía y realidad.


Para lo cual tenemos que dar por hecho que las fantasías de la niña son precisamente eso: fantasías. Y la realidad es la calurosa Sevilla del mes de agosto.


Realidad: «—Niña, joé, quítate ya de la maquinita que tienes a la Manuela esperando desde ayer».


Tránsición a fantasía: «Se asfixiaba. El aire era ondulante, como si lo viera a través de una fogata. La capitana decidió que no podía resistir sin escafandra, así que se la puso con cuidado sobre los hombros y accionó el botón que regulaba el oxígeno».


La sensación de asfixia y el calor son reales. La niña no soporta la realidad, así que decide huir de ella y se pone la escafandra. A partir de entonces, con el casco puesto, todo lo que sucede puede ser real o no serlo. Y ¿qué es lo que sucede?


  • La niña trata de inventar enemigos

  • Los edificios parecen derretirse

  • La cojera le molesta y se inventa una alteración de la gravedad

  • La plaza está desierta y hace mucho calor. La realidad trata de abrirse camino, pero la imaginación de la niña es más poderosa.

  • Llega al banco umbrío y se le aparece una figura aterradora, aunque ella no la percibe como tal. ¿Por qué? Porque se dirige a ella en los mismos términos que la narradora: la llama capitana estelar.


En un relato en el que el miedo y el sentido de la maravilla dependen de que no seamos capaces de distinguir la fantasía de la realidad, esta decisión también es muy inteligente: ya hay al menos tres personajes que coinciden en que la niña no es una niña, sino una aguerrida astronauta: la propia niña, la narradora y esa extraña figura. Como lectoras, vamos quedándonos solas con nuestra percepción de la realidad. Sobre todo tras una escena narrada de una manera tan absolutamente verosímil en la que una niña, con esa lógica inclemente que los niños muestran a veces, interroga a la aparición y saca sus propias conclusiones:


—Soy la capitana de la Cirsa —se presentó, intentando mantener la compostura de su rango— ¿De qué planeta vienes?


La mujer se sentó en el respaldo del banco. Enjuta, serena.


—De todos y de ninguno. —Un cigarrillo encendido se materializó entre sus dedos como por encanto. Le dio una calada lenta y necesitada, dejando caer la cabeza hacia atrás.


—Eso es imposible —rezongó, cruzándose de brazos—. Tienes que ser de algún sitio.


—Ahora soy de aquí, de estos bloques, de este banco. —Sus labios dejaron escapar un hilo de humo enmarañado que llenó el aire de un picante olor a incienso.


—Yo soy de la tierra y estas son las 3000 —dijo con cautela, por si la viajera había perdido el rumbo y no sabía dónde había ido a parar. No conocía mucha gente de fuera que quisiera quedarse en su barrio, o al menos no por mucho tiempo.


—Te conozco, capitana estelar. —Sus párpados entornados no dejaban de observarla tras el velo de humo rojizo. —De algún modo, siempre he estado justo aquí.


Mientras que en la introducción del relato no había diálogos y las lectoras podíamos suponer que el episodio con la Cirsa era puramente imaginario, en esta ocasión la niña no está sola. Habla con esa extraña figura de la consistencia de un gato de Cheshire. Y esa voz vuelve a hacernos dudar de lo que es real y de lo que no. Con ayuda, por supuesto, del contexto: el barrio desfavorecido y la escena oscura y perturbadorísima, que sucede a continuación:


—Eso no importa, ¿verdad? —Sonrió. Su vestido era como una llama viva, vibrante, igual que su mirada. —Ven aquí, exploradora de mundos. —La tomó por los hombros y la situó flotando frente a ella. La capitana sintió un crujido cuando la virgen hundió los dedos en su pecho y separó sus costillas como dos alas de hueso. Luego, un temblor. Era la rosa negra, tiñendo sus pétalos de sangre con cada bombeo de su corazón.

Antes de desmayarse, la niña vio un manto de tinieblas enmarcando el rostro acerado de la virgen, y sobre su cabeza una corona de jeringuillas afiladas.


Esta escena no resultaría tan espeluznante si no viniera precedida de la siguiente línea de diálogo:


—Son tus ojos, que saben ver —musitó, y siguió fumando su cigarrillo, que parecía no consumirse. El humo la rodeaba de un rojo ingrávido que a cada calada se iba arremolinando a sus pies, formando una nube.


Segunda parte del relato: la realidad


En este momento nos encontramos en la mitad del relato y, sí, narrativamente coincide con el punto medio.


Empezamos un cuento en el que una capitana estelar ficticia se enfrentaba a una muerte no menos ficticia. A través de los ojos de la protagonista asistimos a la descripción del barrio y también al momento en el que la enfermedad de la criatura eclosiona, a nivel simbólico, y el relato cambia. A partir de este momento, la muerte de la niña cada vez es más evidente.

Porque la aparición mariana podría ser una fantasía, pero ya hemos visto cómo la autora le concede entidad real mediante el diálogo y el recurso de intercalar elementos reales con las percepciones de la niña.


El tiempo, tal y como dice el relato, no ha pasado. Nada ha pasado salvo en el interior de la protagonista. En su mente, claro, pero también en su cuerpo, que debe recuperar las sensaciones antes de obedecerla de nuevo. Cuando la niña regresa a la vida y al dolor, la narradora retoma su punto de vista y nos dice que el rumbo de la misión ha cambiado.

De camino a la parroquia, donde espera encontrar ayuda de un adulto experto en apariciones, la niña realiza un pequeño flashback que cumple la función de dar más profundidad al personaje, al escenario y que, además, nos vuelve a colocar en el tiempo interno de la historia. En este caso no en la imaginación de la niña, sino en sus recuerdos. Lo que ocurre, es que, como lectoras adultas, interpretamos que los recuerdos son reales., lo cual confiere mayor entidad a la aparición de la virgen. Ningún elemento de este relato parece escrito al azar, todos están relacionados con el tema y sirven a la trama.


La iglesia: la caverna más oscura


Toda la secuencia dentro de la iglesia resulta desconcertante. A nivel narrativo, Maudit necesita que la niña pase el resto de la tarde antes de que llegue el momento de su muerte. En un plano lógico, parece razonable que acuda a un cura para pedir consejo puesto que asume que lo que le ha ocurrido tiene cierto carácter religioso.


Pero la iglesia, a pesar de las buenas intenciones del párroco, no parece un lugar acogedor. Al contrario: por una parte, la enfermedad de la niña, que la aparición ha hecho eclosionar, ya la está congelando por dentro. Por otra parte, la imagen del cristo de Dalí, visto desde arriba, desde los ojos de Dios, ofrece otro presagio de muerte. La capilla está oscura, en la mesa del párroco hay caos y no el orden esperado. Además, el hombre, como el resto, no la escucha. No es una mala persona, es solo un individuo cuyas buenas intenciones y esfuerzos resultan insuficientes y quizá por eso aparece rodeado de oscuridad.


Toda esta escena está cargada de realidad. No hay más fantasía en ella que los recuerdos de la niña, claramente marcados en la narración. La vida real en las Tres Mil es oscura y no ofrece mucha esperanza. Tanto es así que la niña desea salir al sofocante calor del agosto sevillano, que la abraza, pero no la calienta. Porque ya está prácticamente muerta.


El clímax: donde las dos realidades se confunden


Durante todo el relato, Maudit nos ha hecho transitar entre lo real y lo imaginario. Hemos vivido a través de los ojos de una niña que bordea la muerte, pero que no le tiene miedo. Quizá porque su vida es tan dura, que bastante tiene con sobrevivir.


Y en el clímax, la figura de la virgen con corona de jeringuillas, la que ha plantado la semilla de la muerte en el pecho de la protagonista, viene a llevársela. Su apariencia es terrorífica para una adulta del siglo XXI alejada de la realidad de la niña que solo la reconoce como algo doméstico.


—¿De verdad? —La ilusión más diáfana se traslucía en su cara. No estaba acostumbrada a sentirse escuchada sin necesidad de hablar, esperada sin castigos ni reproches. —Sin embargo, no estamos solas... —notaba la presencia de más gente en la plaza, pero no las veía.


Ahí empieza la secuencia climática, con un cambio de significado: donde nadie prestaba atención a la protagonista, ahora encuentra consuelo.


Y, en un discurso quizá un pelín grandilocuente, la muerte se presenta como lo que quizá sea en determinados contextos:


—Venid a mí, vosotros, los hijos del paraíso sintético. Os traigo el sacramento de la calma, el regalo de la paz. —Se irguió y abrió los brazos como lo haría una madre. Su efigie era una estrella oscura, magnética, imposible de ignorar.


Pero el verdadero clímax se resuelve en una suerte de homenaje a Marcelino Pan y Vino: A partir del 2:07 en este vídeo:





—Tengo mucho frío. —El hielo que anidaba en su pecho había tendido ramificaciones por todo su cuerpo. Ya apenas podía hablar sin tiritar.

—Ha llegado el momento. —La virgen la tomó con suavidad entre sus brazos, dejándola caer en su regazo. El rojo de su vestido la rodeo de llamas que lamían su piel. La pequeña ronroneo al verse envuelta en un calor tan dulce.

—Así se sentirá estar en la playa.

—A partir de ahora irás donde quieras. Anda, mírame.

La niña obedeció, y, al hacerlo, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Mamá —susurró.


La virgen y la astronauta: relato


En la nave reinaba la confusión. Los asteroides silbaban como balas más allá de las mamparas de protección ultraestelar. La capitana de la Cirsa se mantenía serena en el control de mando, ajena e imperturbable a los gritos de la tripulación. Un sonido de cristales rotos los puso en alerta; segundos después, la nave se balanceó en la negrura espacial. La joven logró construir una apariencia calmada mientras su corazón se mantenía al borde del triple salto mortal. Dio unas órdenes escuetas para confirmar que no había daños mayores y se aferró a los mandos. El panel de control se iluminaba con cientos de luces que demandaban su atención. Su segunda de a bordo estaba recluida en su compartimento, debatiéndose entre la vida y la muerte por herida de pistola láser, así que ella misma hizo los preparativos para la maniobra de emergencia. Tenía la certeza de ser la única, quizás en todo el universo conocido, capaz de sortear esa maldita lluvia de rocas.


El terror le ganaba la batalla al valor, ya legendario, de los tripulantes de la nave. En circunstancias normales estarían confiados, pero desde la última emboscada de los selenitas viajaban con un motor de emergencia. Si uno solo de esos asteroides impactaba contra la sala de máquinas, la Cirsa no podría resistir.


«Vamos» se animó la capitana, poniendo las manos sobre los cuatro botones principales de navegación. Apretó los dientes, y llevó al límite su concentración. Frente a ella se abría el abismo estelar, de su habilidad dependía la vida de su gente. Pulsó el primero de los controles, que se iluminó con una luz amarilla de precaución. La nave desaceleró. Los meteoritos rozaban los flancos de la Cirsa, el sonido era escalofriante. Pulsó los dos de los botones a su derecha, ambos rojos y retroiluminados, para esquivar las rocas por control manual. Era una maniobra imposible para cualquiera, pero no para la legendaria capitana que llevaba los mandos. Gotas de sudor le caían por la espalda; la tripulación se debatía entre gritar y contener el aliento. El ruido de cristales se repitió, esta vez con más estruendo, pero ella se mantuvo imperturbable. Se encendieron los indicadores de peligro y, de pronto, el radar se volvió loco. Por si los meteoros no fueran suficiente, un platillo volante apareció justo frente a la nave. Su forma y el brillo plateado de su exterior de diamantium eran inconfundibles: marcianos, y de los hostiles. En el último ciclo se habían aliado con los selenitas y eran los enemigos mortales de los rebeldes. El escudo súper secreto que desplegaban en batalla era también súper poderoso. Enfrentarse a ellos suponía firmar su sentencia de muerte. Había que escapar, y cuanto antes.


«Maldito dictador Ming no podrás doblegar a las fuerzas rebeldes… y a mí tampoco».


La única salida era volar a la velocidad de la luz, pero por un momento la capitana dudó de que su vieja Cirsa fuera a responderle «No me dejes ahora, compañera. Apriétate bien las tuercas que vamos a saltar».


Ráfagas de rayos megasónicos provenientes del platillo hicieron arder los asteroides, complicando aún más la tarea de esquivarlos sin hacerle daño a la nave. A la vez, con cada ráfaga, el enemigo enviaba un sonido hipnótico que se repetía sin descanso. Era un ritmo simple, agudo y penetrante, pero todo el que caía bajo su influjo sentía cómo su cerebro se licuaba y lo transformaba en un zombi espacial. A una orden de la capitana, toda la tripulación se tapó los oídos con fuerza; algunos incluso se arrancaron pedazos del uniforme para hacerse tapones. Ella ya se había enfrentado a ese extraño ataque y había salido victoriosa, así que de algún modo estaba inmunizada. Aprovechó la circunstancia para empuñar la palanca que los llevaría a atravesar el espacio a la velocidad de la luz. Tenían solo una oportunidad, y estaban en juego la libertad de la galaxia y sus propias vidas. Tiro hacia abajo de la palanca, haciendo fuerza con todo su cuerpo. Un fuerte mareo, un temblor en su estómago...


—Niña, joé, quítate ya de la máquina, que tienes a la Manuela esperando desde ayer.


La capitana soltó la palanca resoplando fuerte, como si a alguien le fuera a importar su enfado.


—¡Pero no es justo! Me dijiste que podía quedarme aquí mientras mamá no está.


—Que sí, hija, que sí. Te puedes quedar en el bar mientras que no molestes a la parroquia y me dejes trabajar... ¡Venga ese sol y sombra, Juan! —dijo el hombre, a la sazón tío de la capitana, mientras limpiaba la barra de aluminio con un trapo algo roñoso y apuntaba la cuenta de la comanda con una tiza que sostenía de la oreja. —Anda, deja libre la tragaperras que vaya manía que te ha dado. Mejor vete a la plaza de los tubos con la Luisi.


—No puede salir, está mala. —El puchero de la capitana iba en aumento.


—Pues vete sola. Mira —con un clin clin sonoro se abrió la caja registradora y el hombre alargó la mano desde detrás de la barra—, toma dos duros, te llegas al quiosco de María y te compras unos flash de esos que te gustan.


La perspectiva para la joven astronauta no era muy divertida, pero, al fin y al cabo, acababa de enfrentar un peligrosísimo ataque marciano; pasar la tarde en la plaza ella sola no podía ser peor. Además, sentía que entre el entrechocar de vasos, el humo, las voces y la cantinela musical de la tragaperras nada de lo que dijera tendría importancia. Ni siquiera en mitad del silencio estelar la tendría. Extendió la mano y empuñó los dos duros como antes había agarrado la palanca que los había llevado a la salvación.


—Vale.


El hombre ya había vuelto a lo suyo, tarareando por Chiquetete. La capitana suspiró y arrastró los pies hasta la puerta. Primero tuvo que cerciorarse de que la atmósfera fuera respirable, así que dio un par de pasos cautelosos antes de abrir la compuerta. Una bofetada de calor la dejó clavada en el sitio.


—¡Niña, cierra que se va el aire!


—Ofuuu... ¡ya voy! —contestó, dejando que la hoja de aluminio y cristal se cerrara por su propio peso. Todos decían que así era Sevilla en pleno agosto, pero aquel golpe de fuego deslumbrante no podía provenir más que de la conjunción de los tres soles de algún planeta lejano.


Se asfixiaba. El aire ondulaba como si lo viese a través de una fogata. La capitana decidió que no podía resistir sin escafandra, así que se la puso con cuidado sobre los hombros y accionó el botón que regulaba el oxígeno. Enseguida se sintió mejor. Había tenido que dejar atrás la Cirsa después del salto y ahora se encontraba perdida en aquel planeta tan conocido y tan extraño a la vez. Levantó un pie para probar la resistencia gravitatoria, y, como temía, el peso de sus botas la pegó al cemento como un imán. Empezó a caminar despacio, a pasos cortos y calculados. Algún marciano enemigo o alienígena despistado podría pensar que las plantillas ortopédicas que llevaba entorpecían sus movimientos, pero ella sabía la verdad. ¡Sus zapatos eran perfectos para desplazarse por la superficie de cualquier planeta! Era el suelo terrestre el que se empeñaba en ponérselo difícil.


Frente a ella, los bloques de pisos parecían derretirse. Le hubiese gustado que soplara un poco de aire para ver ondear la ropa tendida, como banderas de colores, pero el viento tampoco estaba de su parte.


El jaleo de voces había dado paso al silencio. No había ni un alma en el exterior, solo una decidida capitana dispuesta a atravesar los inhóspitos dominios de su barrio para llegar al kiosco y conseguir su flash helado. Toda una aventura.


Consultó su reloj digital y aprovechó para remirarlo, orgullosa. Se lo había regalado su madre por la comunión, dentro de una cajita blanca con un bolígrafo a juego. Estaba nuevo, tan bonito y reluciente. Eran las cinco y dieciséis minutos de la tierra y el universo parecía dormitar. A su paso, la siesta transformaba las persianas a medio enrollar en párpados y las ventanas en ojos. Un suspiro surgió de los ladrillos, entre los geranios que reventaban de rojo, a través de las grietas de las fachadas. La capitana sintió el adormecimiento en la fibra de sus huesos y, por un momento, pensó en lo a gusto que estaría acurrucada en el sofá del salón, con el suelo recién baldeado y la casa en penumbra, pero siguió adelante con su misión.


Atravesó una placita desierta, atenta a su entorno, sin que la aparente calma le hiciera bajar la guardia. En una de las bocacalles encontró un nido abandonado, hecho de cartones y restos de papel de plata quemada. Al verlo se encogió por dentro, le convocaba recuerdos que no quería. De pronto escuchó un ruido ronco que se acercaba cada vez más; era un chico con una nave terrestre muy parecida a una motillo trucada, más escandalosa que rápida. Tenía el torso moreno de sol y los ojos agudos como flechas. Pasó por su lado al grito de «quita, coja». Cuando al fin se alejó, el corazón daba saltos en su garganta. Se maldijo una y mil veces por no llevar la espada láser encima.


Al lado de la plaza, había un banco a la sombra donde las chicas de los bloques se reunían a pasar el rato. Aquel rincón del barrio solía juntar un remolino de cardados, camisetas de colores y el humo de algún cigarrito de extrangis, pero en ese momento era un desierto sembrado de cáscaras de pipas. El silencio la tranquila. Aún así, se sentó a reajustarse la escafandra y a descansar un momento. El calor caía a plomo, volviendo el amarillo del albero que pisaban sus botas aún más amarillo. La capitana pensó en aquella noche de verano en la que vio, justo en ese mismo banco, tocar a Tomatito. Un círculo de palmas y jaleos mecían las notas de su guitarra, empujándolas hacia arriba, hasta hacer bailar a las estrellas. En ese momento pensó que no había visto un gitano terrestre más guapo en su vida, y lo seguía pensando. Sonrío, un poco tonta, al acordarse de la oscuridad de su pelo, más negro que la propia noche; de pronto, sintió una presencia a su espalda. Miró hacia atrás y lo que vio la dejó sin palabras: una mujer vestida de rojo había aparecido de la nada y la miraba. Solo la miraba.


Se levantó de un salto, haciendo equilibrios para no trastabillar.


—Soy la capitana de la Cirsa —se presentó, intentando mantener la compostura de su rango— ¿De qué planeta vienes?


La mujer se sentó en el respaldo del banco. Enjuta, serena.


—De todos y de ninguno. —Un cigarrillo encendido se materializó entre sus dedos. Le dio una calada lenta y necesitada, dejando caer la cabeza hacia atrás.


—Eso es imposible —regonzó, al tiempo que se cruzaba de brazos—. Tienes que ser de algún sitio.


—Ahora soy de aquí, de estos bloques, de este banco. —Sus labios dejaron escapar un hilo de humo enmarañado que llenó el aire de un picante olor a incienso.


—Yo soy de la tierra y estas son las Tres mil —dijo con cautela, por si la viajera había perdido el rumbo y no sabía dónde había ido a parar. No conocía mucha gente de fuera que quisiera quedarse en su barrio, o al menos no por mucho tiempo.


—Te conozco, capitana estelar. —Sus párpados entornados no dejaban de observarla tras el velo de humo rojizo. —Siempre he estado aquí.


—¿Tienes un teletransportador? —preguntó con los ojos muy abiertos.


—Algo así. —Su sonrisa era lejana pero cálida.


—¡Yo también tengo una, en mi nave! Lo que pasa es que he tenido que dejarla por culpa de mi tío… ¡Pero mañana vuelvo por ella!


—¿Mañana? —El movimiento fluido de sus manos se cristalizó por unos momentos.


—Suelo comer con mi tío en el bar, pero en cuanto vuelva de la misión me va a mandar derechita pa’ la casa, así no doy la lata. —Se encogió de hombros e hizo el gesto de ajustar la escafandra. —Encima me he dejado la espada láser en la nave.


—No te avergüences, hasta las astronautas más aguerridas tienen miedo a veces. —La mujer se soltó el cabello, que cayó largo y azabache sobre sus hombros.


—Qué guapa eres —dijo, mirándola arrobada—. Te pareces a mi madre. Tiene el pelo igualito que el tuyo. —Quiso tocarlo, con un nudo de nostalgia en la garganta, pero se contuvo.


—Son tus ojos, que saben ver —musitó, y siguió fumando su cigarrillo, que parecía no consumirse. El humo la rodeaba de un rojo ingrávido que a cada calada se iba arremolinando a sus pies, formando una nube.


La capitana sintió que no necesitaba explicarle nada a esa mujer que había aparecido en su camino, tan de repente. No tuvo que decirle que su madre estaba enferma, ni que la última vez que la vio fue en un Vis a Vis familiar en la Sevilla 2. No hubo de pasar por por ese revoltillo de pena y vergüenza, ni obligarse a sonreír al hablar de ella. Los ojos rasgados de la hermosa extraterrestre eran dos abismos de oscura comprensión. Por un momento quiso zambullirse de cabeza en ellos hasta perder el aliento.


—Yo te conozco, yo… ¿Quién eres?


—Oh, me han dado muchos nombres —dijo, dejando caer la ceniza sobre el banco de madera. De ella empezaron a brotar tallos retorcidos y espinados que se cuajaron de rosas negras. Cogió una de las flores con la punta de los dedos y se la ofreció a la capitana en silencio. Ésta ya no dudó en acercarse; con paso vacilante se introdujo en esa nube que olía a semana santa, a brisa fresca, a desgarro. Una fuerza suave la fue despegando del suelo, igual que si caminara por la superficie de la luna. El peso de la gravedad sobre sus botas había desaparecido por voluntad de esos ojos abisales que la embrujaban. —Soy la virgen que tenéis en los altares, y también tengo una misión.


La pequeña capitana no se sorprendió. Viajar por el universo la hacía conocer cientos de criaturas distintas, y la virgen era una de ellas, la más perturbadora. Miró la imagen estampada en la medallita de oro que su abuela le había regalado cuando nació y que nunca se quitaba.


—Pero no te pareces a ella. —Señaló la efigie aniñada de aureola dorada y manitas juntas. Su madre, que desde hacía años pertenecía a un culto protestante, se la había querido guardar más de una vez.


—Eso no importa, ¿verdad? —Sonrió. Su vestido era como una llama viva, vibrante. —Ven aquí, exploradora de mundos. —La tomó por los hombros y la situó flotando frente a ella. La capitana sintió un crujido cuando la virgen hundió los dedos en su pecho y separó sus costillas como dos alas de hueso. Luego, un temblor. Era la rosa negra, que iba tiñendo sus pétalos de sangre con cada bombeo de su corazón.


Antes de desmayarse, la niña vio un manto de tinieblas enmarcando el rostro acerado de la virgen y sobre su cabeza una corona de jeringuillas afiladas.


***


El sol seguía cayendo a chorros sobre el mismo banco, el mismo barrio que aún no se sacudía la modorra de la siesta. La pequeña astronauta sintió que se caía por dentro: un golpe de vértigo, como aquella vez que se subió con mamá en El látigo hacía tres ferias. Había estrenado un traje de flamenca que le había hecho su abuela, rojo con grandes lunares blancos y, aunque no bailó, se montó en los coches de choque y cantó a gritos "Ay, garaví, garaví" hasta quedarse sin voz. Ni siquiera se acordó de ponerse la escafandra ese día. Puede que las risas la hubiesen hecho estallar.


Estaba despierta. Sola. Según su reloj digital no había pasado ni una décima de segundo desde la aparición de la virgen, pero ella no lo sabía. Se quedó sentada como una muñeca, regresando a sentir. Recordó que su cuerpo le pertenecía al volver el dolor de sus piernas. Ya estaba. Y ahora, ¿qué podía hacer? No solo con su misión, que había quedado olvidada... ¡Con su vida! Se llevó una mano al pecho. Respiraba. Por el momento era más que suficiente.


Pensó en su abuela, su silueta de moño y delantal como una constante. Ella le hablaba de las apariciones marianas, de inocentes pastorcitos a quienes asaltaba una señora que les pedía rezar mucho el rosario, anunciaba la caída del malvado imperio comunista y prometía el paraíso para los buenos creyentes. A ella no le había pasado nada de eso, claro que ella era una capitana interestelar y no vivía en el monte cuidando cabras como Heidi. No, entre la virgen y su propio corazón se había formado una cadena hecha con espinas y sangre y pétalos de rosa. Ni siquiera se preguntó las razones, tomó la visita celestial con la normalidad con la que asumía lo extraordinario.


El rumbo de la misión había cambiado. Se incorporó despacio, sopesando de nuevo el nivel gravitatorio de la superficie del planeta, y volvió sobre sus pasos, a través de callejuelas calcinadas.


Ahí estaba de nuevo su bloque, y a pocos pasos el colegio Hierbabuena, donde iba a clase. Le gustaba decir que un día se caería de la cama y aparecería en su pupitre, de lo cerca que estaban los edificios. Otra cosa que le encantaba, al terminar el turno de la mañana, era subir hasta el quinto sin ascensor donde vivía y atravesar todos los pisos adivinando por el olor lo que cada familia tenía para almorzar ese día. Las vecinas dejaban las puertas abiertas y toda la vida se hacía hacia fuera, en los rellanos. Más de una vez le habían sacado un plato de habichuelas o unos huevos fritos a la voz de «niña, ¿quieres comer» mientras subía a casa.


Amplificadas por el hueco de la escalera, se escuchaban las conversaciones, los gritos de las madres impacientes, las palmas a compás, el monótono soniquete de la radio y la sintonía de Falcon Crest en un batiburrillo sin pudor. En esos momento la capitana se sentía parte de algo, aunque no lo pudiera entender del todo.


Caminando a su ritmo llegó a la pequeña parroquia del barrio. Al atravesar las puertas de la capilla un estremecimiento recorrió su espalda. Quiso volver al sol.


Se acercó a la única representación religiosa que el padre Isidoro permitía, un gran Cristo de Dalí que ocupaba toda la pared tras el altar. Justo al lado había una puerta oculta que daba a la sacristía y, después de llamar, abrió lo justo para poder asomar la cabecita por el hueco.


—Padre, ¿se puede?


Isidoro estaba sentado en una mesa hasta arriba de papeles, fotos y octavillas. Al escuchar la voz de la pequeña astronauta se volvió hacia ella.


—Venga, pasa. ¿Estás bien?


—Sí —dijo con aire misterioso—. Venía contarle una cosa.


—¿Es tu madre? El jueves estuve visitándola y estaba como siempre.


Ella sabía lo que ese «como siempre» significaba: un poco de charla entre humo y caladas compulsivas los días buenos; mirada ausente y actitud violenta los malos.


—No… Mi abuela también está bien.


—Lo sé, ayer vino a convencerme de que le pusiera un altar a San Pancracio... ¡Y la mujer es insistente! —Suspiró. —Todavía se empeñan en ponerle perejil para que no les falte el dinero, pero eso no es fe, ¡es folclore!


—Pues a mí se me ha aparecido la virgen —soltó sin más.


Isidoro se quedó muy quieto, observándola. Se levantó y metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.


—Mira, hablando de folklore. Debe ser cosa de familia. —Se giró hacia la mesa de nuevo y ordenó el montón de libros que tenía desparramados.


—Oiga, que va en serio. —Le dio un tirón de la camiseta desde atrás. —Se me ha aparecido la virgen y no tengo ni idea de qué hacer. Usted sabe de esto, ¿no?


—Pues mira, no. Todavía no llevo el negociado de inventos y fantasías infantiles —dijo, molesto.


—¡No me lo estoy inventando! —protestó, convencida de su verdad—. Apareció en el banco de la placita, el que pega con La Oliva, en el que da la sombra. Llevaba un vestido de fuego y se parecía a mi madre. —Un nudo en la garganta le impedía continuar. Tragó saliva y respiró hondo. —Sí, se parecía a ella, pero sus ojos eran… ¡Eran agujeros negros!


Isidoro sonrío al sentir la emoción de la chiquilla, su nostalgia. La conocía desde que la bautizó, roja por el llanto, y la había visto crecer. Sabía que había nacido con una enfermedad que solo se nombraba en voz baja, y de lo introvertida e imaginativa que era. Merecía una oportunidad, como todos los niños del barrio. No necesitaba limosnas ni tómbolas de caridad, sino un poco de justicia.


—Vamos a ver —dijo en un tono más conciliador—, ¿te acuerdas aquella vez que faltaste a catequesis porque estabas explorando la cara oculta de la luna?


—Claro. —Se encogió de hombros.


—¿Y esto de la virgen no será una cosa igual?


—¡Le digo que la he visto!


—¡Vale, de acuerdo! No seré yo quien te quite esa idea: eres terca como tu abuela. —Levantó ambas manos en un gesto de rendición. La niña no mentía, vivía en un mundo en el que cualquier garabato de su mente tenía rango de verdad. —¿Y qué te ha dicho? ¿Te ha dado algún mensaje?


—Pues... que tenía una misión. Pero de los comunistas no me ha dicho nada.


—¡Anda, por fin una virgen con conciencia social! Será mejor que no se lo cuentes a Wojtyla, que no está para disgustos. —Se rió con ganas. —Ya me imagino a Pitita Ridruejo paseando por aquí con sus tres ristras de perlas y toda su laca, poniendo un reclinatorio en la placita y haciéndose fotos para la portada del Hola! ¡El banco sagrado! ¡El divino asiento! Se pasaría todo el rato rezando para salir ilesa del barrio, estoy seguro.


La capitana no entendía dónde estaba la gracia. ¡Le acababa de decir que había visto a la virgen! A-LA-VIR-GEN. Y va Isidoro y le sale con una tal Pitita a la que no conocía de nada, ¿y quién era ese Wojtyla? Poca ayuda le estaba dando.


—Ya, pero...


—Mira, me parece bien que me cuentes tus cosas, pero será mejor que te vayas a casa. Tenemos reunión de la asociación de vecinos en la iglesia y queda mucho por hacer. Si vuelves a ver a esa virgen sin nombre, dile que nos eche una mano.


—Bueno... —Se sintió frustrada, ¿eso era todo? Hubiera jurado que, para un cura, recibir noticias de la virgen tenía que ser alucinante, pero por lo visto no. —Lo que no sé es si acepta peticiones.


—Niña, que se supone que es una virgen, no un programa de discos dedicados. —Sonrió, esta vez con ternura. —¡Y corre a casa ya! Que no me entere yo que tu abuela te anda buscando como la otra noche.


La astronauta aceptó su sonrisa, era de las pocas cosas que le mantenían los pies pegados al suelo.


—Adiós, padre Isidoro —murmuró, pero el sacerdote ya estaba enfrascado en los cientos de pequeñas tareas con las que intentaba restañar las heridas de un barrio que se desangraba a chorros de pobreza.


Volvió a la capilla. Una honda bocanada de hielo se había instalado en su estómago y solo quería sol, un poquito de sol. Al salir vio a varios vecinos esperando la asamblea. Conocía a algunos de ellos, a otros por sus hijos. El bullicio hacía eco en las paredes blancas donde vírgenes y santos no tenían cabida. Esta decisión había ocasionado una rebelión de los fieles cuando Isidoro llegó a la parroquia, pero con el tiempo la gente le tomó cariño y respetaron sus «ideas modernas».


Las mujeres, algunas con gesto compungido, se abanicaban en los bancos de atrás. A ellas les hubiese gustado tener en la iglesia una hornacina con una bonita imagen de la virgen del Rocío; un sitio donde dejar flores y hacer peticiones por el marido en paro, para que el novio le saliera formal a la niña, para que cuidara de su chiquillo ingresado en García Morato o en la Sevilla 2. Eran oraciones desgarradas en las que se repetían «desintoxicación» o «caballo», palabras que a la capitana no le resultaban ajenas. Si hubiera estado segura de que la aparición de la virgen resolvería algún problema, por pequeño que fuera, les habría gritado a todos lo sucedido. Pero no lo hizo. Salió por la puerta principal sin dejarse ver, tan cansada y confundida que hasta olvidó conectar su escafandra.


Había llegado la hora en que la gravedad del planeta peleaba a puñetazos en su contra. Era como si arrastrara a cada paso una gran bola de hierro encadenada a los tobillos, como en los tebeos de Mortadelo y Filemón. No pensó siquiera a dónde iba. De pronto, el universo le parecía pequeño, sofocante. Una olla dando vueltas sobre un fuego abrasador que a ella apenas calentaba.


—Agosto en Sevilla —dijo para sí misma, consciente de que algo fallaba. Todavía no caía la tarde, no había llegado el momento de abrir las ventanas para que corriera un poco el aire fresco, ni de preparar un vaso de gazpacho con pan para entretener el hambre hasta la cena. Respiro hondo, deseando la lejanía de las galaxias. Fue así como, sin darse cuenta, volvió al banco de madera en la placita.


Una ráfaga de resplandores la obligó a cerrar los ojos. Los abrió en cuanto logró acostumbrarse a la intensidad de la luz y vio un sol frío, dibujado con un compás de hielo en lo alto. Era una esfera blanca que bailaba. La joven capitana se dejó llevar por la maravilla, como siempre hacía. Se sentó en el banco despacio, sin despegar la vista del cielo.


—Te esperaba, pequeña —susurró una voz profunda cuyo eco hacía temblar la raíz de su pecho.


—¿De verdad? —La ilusión más diáfana se traslucía en su cara. No estaba acostumbrada a sentirse escuchada sin necesidad de hablar, esperada sin castigos ni reproches. —Sin embargo, no estamos solas... —notaba la presencia de más gente en la plaza, pero no los veía. Un día cualquiera serían las niñas de los bloques las que ocuparían ese sitio que ya era suyo después de tantas tardes de risas cómplices, pero algo le decía que no las vería llegar con sus grandes aros y la ternura de creer que lo sabían todo.


—Así es, tenemos compañía —confirmó. Entre los fogonazos de luz pudo distinguir algunas figuras, aún borrosas, que se acercaban.


—¿Quienes son? ¿De dónde vienen? —Aún no había mirado a los ojos a la virgen, no le hacía falta para sentirse envuelta por el poder que irradiaba.


—Ellos son los que se vieron empujados a la huida que nunca acaba. ¿Los ves ahora? —La pequeña estaba temblando, pero no de miedo. Nunca se había sentido tan segura. —No te harán falta la espada, ni el escudo. Mira.


La luz blanca dejó de empañar sus ojos, y al fin los vio con claridad.


—Pero… No son extraterrestres ni seres de otras dimensiones —dijo, entre decepcionada y sorprendida—. Ese es Julio, mi primo segundo; y aquella chica es su novia desde el colegio. Ahí está el hijo de… esa mujer que vive en el bloque de enfrente de mi casa y que siempre canta cuando friega las escaleras. No me acuerdo cómo se llama… ¡Y esa es Eli, una amiga de mamá!


Se acercaron despacio, rodeando el banquito en el que la niña estaba sentada. Los rosales negros habían invadido la madera y el suelo de albero, tejiendo un trono de espinas en el que la virgen imperaba. Había algo terrible en la energía que desprendía.


—Venid a mí, vosotros, los hijos del paraíso sintético. Os traigo el sacramento de la calma, el regalo de la paz. —Se irguió y abrió los brazos como lo haría una madre. Su efigie era una estrella oscura, magnética, imposible de ignorar.


Un chico delgado se adelantó. Llevaba los brazos tapados y se mordía los labios con inquietud. La capitana no lo reconoció más que por una actitud, unos gestos que le recordaban a muchos otros. La virgen tomó una de las rosas y arrancó un pétalo negro que le ofreció con la punta de los dedos. El muchacho separó los labios y saboreo el pétalo en su lengua, cerrando los ojos de placer. Así, uno tras otro, se inclinaban frente a la virgen y recibían la negra comunión. Luego se iban alejando: unos fueron a ovillarse en algún nido, otros se quedaron allí mismo, sobre el albero, acurrucados en su éxtasis.


La niña observó el ritual, sintiéndose desplazada.


—¿No hay un pétalo para mí? Ya hice la comunión en mayo —dijo, por si ese detalle la hacía cambiar de idea. La virgen sonrío, aunque ella no pudo verlo.


—No, capitana estelar. Tú no lo necesitas. Tu madre ya lo puso en tu sangre desde antes de nacer, por eso estás enferma.


—Tengo mucho frío. —El hielo que anidaba en su pecho había tendido ramificaciones por todo su cuerpo. Ya apenas podía hablar sin tiritar.


—Ha llegado el momento. —La virgen la tomó con suavidad entre su brazos, dejándola caer en su regazo. El rojo de su vestido la rodeó de llamas que lamían su piel. La pequeña ronroneo al verse envuelta en un calor tan dulce.


—Así se sentirá estar en la playa.


—A partir de ahora irás donde quieras. Anda, mírame.


La niña obedeció, y, al hacerlo, sus ojos se llenaron de lágrimas.


—Mamá —susurró.


—Te lo dije, tengo muchos nombres. Soy la virgen de los yonkis, la virgen de la muerte, y también me llamo como ella, solo por ti. —La niña la abrazo con todas sus fuerzas. —Vamos, despídete y toma de nuevo tu escafandra y tu traje de capitana espacial. Deja aquí tus huesos, en el viaje que emprendes ya no te servirán.


La pequeña oyó, a lo lejos, el rugir de los motores de su nave. La Cirsa volvía a estar a punto para el despegue y su tripulación la esperaba.


En sus ojos ya bailaba el universo.




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