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La señorita Julia, de Amparo Dávila

Actualizado: 17 dic 2022




Amparo Dávila fue una escritora mexicana nacida en 1928 en Pinos, Zacatecas, y fallecida en 2020 en Ciudad de México. Se la conoce principalmente por sus relatos de género fantástico y por su poesía. En aquellos trata sobre todo la enajenación, la muerte, el peligro y lo siniestro personificado en animales o seres animalescos. La mirada ajena también es importante en su obra, que suele girar en torno a protagonistas femeninas.


Para comprender sus relatos, hay que entender su manera de escribir. Al respecto, ella misma dijo: «No creo en la literatura hecha a base de inteligencia pura o la sola imaginación, yo creo en la literatura vivencial, ya que esto, la vivencia, es lo que comunica a la obra la clara sensación de lo conocido, de lo ya vivido, lo que hace que la obra perdure en la memoria y en el sentimiento».


En ese sentido, Dávila recurre a la descripción del lugar donde pasó su infancia, muy cerca de un cementerio donde, al parecer, pasó miedo desde pequeña. Pinos se asemeja un tanto a Comala, la aldea donde Juan Rulfo sitúa la acción de Pedro Páramo.


Te traigo el análisis de La señorita Julia y El huésped, porque ambos relatos, aunque cortos, contienen todo lo necesario para crear una buena atmósfera de terror. Desde lo ambiguo y lo interpretable hasta el resultado final pasando por lugares comunes y, sobre todo, estructuras perfectas.


En su artículo Amparo Dávila: una maestra del cuento, A. Roberto Espinosa establece una diferencia entre cuento y relato que no me gusta especialmente pero que es útil. Escribe:

El relato es una narración generalmente breve y con un tiempo cronológico que cuenta una sola historia convencional, no tiene un final enigmático o ambiguo; su lectura no requiere necesariamente de un ejercicio crítico o una relectura para su interpretación.

Dice el escritor y crítico argentino Ricardo Piglia que una de las características del cuento es que "cuenta dos historias en una sola". Esta tesis sugiere al lector un nuevo significado para la historia, que permite interpretar/conectar las dos historias paralelas —la evidente y la oculta—, de tal manera que un cuento encierra en su estructura y en el nivel del significado un enigma. El mismo Piglia afirma que: "la historia secreta se construye con lo no dicho [al interior de la historia], con el sobreentendido y la alusión [de lo que en realidad permanece oculto]".


El cuento, a diferencia del relato, tiene una estructura narrativa más compleja; todos los componentes de la historia: personajes, tiempo, espacio y narrador, participan de la historia oculta que produce al final de la narración una inversión de lo pensado hasta entonces por el lector o un cúmulo de dudas o ambigüedades alrededor del texto leído. Dice Lauro Zavala que el cuento "admite muchas posibles interpretaciones". Las preguntas que al final de la lectura surgen en el lector, así como la interpretación final que éste haga de la historia, son quizás una de las características más frecuentes de lo que denominamos cuento.


Dávila escribe cuentos que contienen dos historias y esas dos historias se engranan en el elemento fantástico, del que nunca sabemos con seguridad si es sobrenatural, si es invención de la protagonista o si existe siquiera. Dependiendo del estudioso del que se trate, el ser de ojos amarillos de El Huésped y las ratas de La señorita Julia, son una cosa u otra. Y esto es lo maravilloso de estos relatos y a lo que deberíamos aspirar como autoras.


Veamos cómo se consiguen estas diferentes lecturas.




Lo fantástico


Para saber a qué nos referimos cuando hablamos del elemento fantástico, hay que averiguar primero qué queremos decir cuando mencionamos la realidad. Lola Robles abre su ensayo En regiones extrañas con una cita de David Roas que conviene tener en cuenta si queremos escribir terror: «Más allá de las definiciones ontológicas, las regularidades que conforman nuestro vivir diario nos han llevado a establecer unas expectativas en relación con lo real y sobre ellas hemos construido una convención tácitamente aceptada por toda la sociedad».


Según esta cita, entendemos que solo es real lo que hemos acordado que lo es. Por ejemplo, que el cielo es azul. En realidad no sabemos si todos vemos el cielo del mismo color, pero hemos acordado que al color que cada uno ve lo llamaremos azul. Ese código, ese llamar azul a algo, es lo que convierte el cielo en azul. Aunque quizá lo que yo llamo azul y lo que tú llamas azul sean cosas diferentes.


Que la idea de realidad no sea algo objetivo, estable y sólido a lo que agarrarnos nos va muy bien como escritoras de terror. Que tampoco debamos fiarnos del todo de nuestras percepciones es otro elemento clave para nosotras. Como dice Robles en el mismo ensayo, hay circunstancias momentáneas que distorsionan nuestra percepción (niebla que nos impide ver con claridad, frío que embota nuestro tacto, ruido que no nos deja oír bien), pero también hay discapacidades y características personales que impiden que todas las personas perciben el mismo hecho u objeto de la misma manera. La sordera, la ceguera, la imposibilidad de sentir dolor, los sentidos agudizados…


El elemento fantástico en los cuentos de Dávila juega con lo que las lectoras entienden como realidad y con las percepciones de los personajes que viven esas realidades.


Lo fantástico no tiene por qué ser sobrenatural. Solo tiene que parecerlo. En los orígenes de la literatura gótica, de la que bebe una gran parte del terror actual, el elemento fantástico siempre era sobrenatural: vampiros, fantasmas, el gólem… Todos estos seres no existían en la realidad de la época y pensar en su mera existencia daba miedo.


Sí, esta es una manera muy pueril de expresarlo, pero funciona. Daban miedo porque sus autores enraizaban esas figuras inventadas en mitos extranjeros, en lugares extraños y en ambientes adecuados, convenientemente exóticos. Los monstruos asustaban a los contemporáneos de Ann Radcliffe porque cabía cierta posibilidad, por remota que fuera, de que existieran. Un vampiro daba miedo porque su mera existencia alteraba las reglas de la realidad en un momento, los siglos XVIII y XIX, en que la realidad sí se tenía por algo seguro y sólido.


El elemento fantástico no sobrenatural juega con una idea similar que tiene que ver con la percepción de lo que es posible. Nieves Mories, por ejemplo, maneja estupendamente los límites del «no puede ser», que es lo que nos horroriza. Cuando sus obras menos sobrenaturales nos asustan, nos conmueven, lo hacen porque ha llevado a sus personajes al extremo de lo que un ser tan humano como la lectora que sigue sus aventuras puede ser o hacer. «¡No! ¡Imposible!» pensamos. Y esa incapacidad para conectar lo que realmente ha pasado en la novela con la realidad es lo que nos causa espanto.


Dávila lo hace en sus relatos. La señorita Julia y El huésped presentan actitudes humanas que no podemos creer porque si las creyésemos tendríamos que vivir siempre con miedo de estar rodeados de personas así o de convertirnos nosotras en ellas.


¿Y dónde lo hace?


En La señorita Julia, un narrador omnisciente nos habla de lo que la protagonista oye y lo que ella misma cree que ha oído.


Hacía más de un mes que Julia no dormía. Una noche la había despertado un ruido extraño como de pequeñas patadas y carreras ligeras. Encendió la luz y buscó por toda la casa, sin encontrar nada. Trató de volver a dormirse y no pudo conseguirlo. A la noche siguiente sucedió lo mismo, y así, día tras día… Apenas comenzaba a dormirse cuando el ruido la despertaba. La pobre Julia no podía más. Diariamente revisaba la casa de arriba abajo sin encontrar ningún rastro. Como la duela de los pisos era bastante vieja, Julia pensó que a lo mejor estaba llena de ratas, y eran estas las que la despertaban noche a noche. Contrató entonces a un hombre para que tapara todos los orificios de la casa, no sin antes introducir en los agujeros un raticida. Tuvo que pagar por este trabajo 60 pesos, lo cual le pareció bastante caro. Esa noche se acostó satisfecha pensando que había ya puesto fin a aquella tortura. Le molestaba mucho, sin embargo, haber tenido que hacer aquel gasto, pero se repitió muchas veces que no era posible seguir en vela ni un día más. Estaba durmiendo plácidamente cuando el tan conocido ruido la despertó. Fácil es imaginar la desilusión de la señorita Julia. Como de costumbre revisó la casa sin resultado. Desesperada se dejó caer en un viejo sillón de descanso y rompió a llorar. Allí vio amanecer…


El narrador omnisciente no juzga, no nos da ninguna pista sobre si lo que Julia oye es verdad o es imaginario. Tampoco nos dice que las ratas sean ratas u otra cosa. Nos habla de Julia y de lo que cree, así como de cómo le afecta eso que cree. Y somos nosotras, las lectoras, las que debemos decidir si las ratas son reales o no.


Por supuesto, hemos leído mucho antes de llegar a este relato, así que imaginamos que hay algo raro. Desde el principio contemplamos la idea de que las ratas no existan. Y eso determina nuestra relación con Julia y también nos hace vulnerables a la tensión que se crea en el relato.


Por ejemplo, cuando los demás personajes abandonan a Julia o la regañan por su aspecto, nosotras nos ponemos de parte de Julia, les echamos en cara su falta de empatía, su incapacidad para ver que algo va mal. Los juzgamos por juzgarla a ella con dureza.


Al final del cuento, cuando se descubre que las ratas no existen, nos apenamos por Julia. Y la lectura podría detenerse ahí. Podríamos asumir que Julia se ha vuelto loca sin más, pero somos lectoras que queremos escribir terror, queremos inquietar, así que volvemos atrás en el texto y nos preguntamos por esas ratas. Nos preguntamos por el monstruo, que analizaremos en el siguiente apartado.


En El huésped, lo fantástico es mucho más sutil e interpretable:


No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.


Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. «Es completamente inofensivo» —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. «Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…“No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.


Además de algunas de las costumbres del huésped, esto es todo lo que llegamos a saber de él. Nunca queda claro si es animal o persona o alguna cosa intermedia. Y tampoco sabemos si existe de verdad porque todo lo que hace lo hace en el ámbito privado de la casa y ante la protagonista y su criada.


Pero este relato cuenta además con otro elemento de lo fantástico propio de los cuentos de hadas: el escenario:


Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era esta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.


La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.


En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.


Esta separación de espacios y la construcción de la casa como laberinto resultan encantadores, claro, pero también contribuyen a que no podamos asegurar que lo que ocurre es cierto. Al fin y la cabo, los laberintos son espacios proclives a lo imposible y las madrigueras oscuras albergan horrores.


Así que Dávila conjuga espacio, percepción y ambigüedad en este segundo relato.


El Monstruo y lo innombrable


Ya lo decía Spielberg: cuanto menos muestres al monstruo, tanto mejor para el suspense y la tensión. Dávila parece estar de acuerdo con él y por eso no sabemos gran cosa ni de las ratas ni del huésped.


En La señorita Julia, se habla de ratas, pero ya hemos dicho que estas podrían existir o no. De hecho, solo la protagonista cree en ellas. Pero ¿cree de verdad? Y si es así ¿por qué no las menciona a su familia, pareja o compañeros de trabajo?


Los relatos de Dávila giran en torno a personajes femeninos por una razón y sus monstruos no se nombran ni se describen también por una razón.


En La señorita Julia las ratas no son ratas, pero vuelven loca a la protagonista, que comienza el relato siendo una señorita soltera, limpia, ordenada y muy consciente de cuáles son sus labores.


La señorita Julia era una de esas muchachas de conducta intachable y todos lo sabían. Su vida podía tomarse como ejemplo de moderación y rectitud. Desde que sus hermanas menores se habían casado, Julia vivía sola en la casa que los padres les habían dejado al morir. Ella la tenía arreglada con buen gusto y escrupulosamente limpia, por lo que resultaba un sitio agradable, no obstante ser una casa vieja. Todo allí era tratado con cuidado y cariño. El menor detalle delataba el fino espíritu de Julia, quien gustaba de la música y los buenos libros: la poesía de Shelley y la de Keats, los Sonetos del portugués y las novelas de las hermanas Brontë. Ella misma se preparaba los alimentos y limpiaba la casa con verdadero agrado. Siempre se la veía pulcra; vestida con sencillez y propiedad.


En ese dechado de virtudes destacan dos características: la modernidad y el hecho de que viviera sola, que se corresponden con dos de las características de su casa: era una casa vieja, pero agradable.


Las ratas resquebrajan esa fachada de calma y rectitud. Pero ¿qué son las ratas? ¿Son animales inexistentes que roen las paredes de la casa? La interpretación más extendida dice que no, que unos roedores de carne y hueso no habrían funcionado en un relato que habla de la pérdida de la cordura. Pero las obsesiones no aparecen de la nada en la literatura de Dávila. Por eso, esa misma interpretación habla de las ratas como símbolo que representa la mirada escrutadora y destructiva del entorno.


El relato se publica por primera vez en México en 1959; un momento histórico en el que los derechos y libertades de las mujeres brillaban por su ausencia. De ahí que la modernidad de Julia estuviera siempre bajo la lupa de quienes la observaban. Porque el texto nos informa de lo que todos sabían: que era limpia, ordenada, afable, de que tejía para sus sobrinos. De hecho, incluso está prometida con un compañero de trabajo.


Son quienes lo saben todo los que ejercen su mirada de ratas, quienes murmuran y consiguen que Julia pierda el suelo, que se cuestione su modo de vida hasta el punto de dejar que esta se le escurra entre los dedos.


El relato termina con la protagonista abrazada a un abrigo de martas cibelinas. Tradicionalmente, la marta era un animal asociado al parto, y se creía que usar su piel aumentaba la fertilidad de la mujer y la protegía durante el embarazo. Desde la antigüedad, se pensaba que la marta concebía a través de su oreja o boca (y por lo tanto castamente).

En el análisis del cuento a través del elemento relacionado con la salud mental, Narda Alexandra Saldivar Caldera Martínez explica (recomiendo leer el artículo entero):


Como ya se mencionó, Julia se obsesiona con la cacería de las ratas al punto de llegar a descuidar su apariencia, su familia y su relación con su prometido, provocando la ruptura de la misma. Se ve forzada a tomar distancia de Carlos para no involucrarlo, de dejar su trabajo —“la señorita Julia estaba encariñada con su trabajo” (Dávila 60)— y sufrir su tormento completamente aislada. Esta obsesión, en ocasiones confundida con delirio, es una relación fantasiosa con la realidad, producto de la neurosis, dada la insoportable denegación para el individuo de un deseo a causa de la realidad (Vera y Valencia 11). Julia, no pudiendo soportar el peso de sus verdaderos deseos que iban en contra de su propio comportamiento “perfecto” ante todos, se desliga del mundo para poder, al menos, luchar contra esta pérdida de control en su realidad visualizada como las ratas. Sus sentimientos (ello) entran en conflicto con sus ideales (superyó) y su medio de lidiar con aquello es escapando, retrayéndose dentro de sí.


El acoso del entorno hace mella en Julia, sí, pero solo porque su vida perfecta es una máscara. Si de verdad estuviera cómoda en su papel de señorita perfecta, el escrutinio de vecinos y compañeros no la habría afectado.


La cuestión es que las mujeres de Dávila se parecen mucho a aquellas damas del gótico decimonónico inglés. Aunque viven un siglo más tarde, lo hacen sometidas a un régimen patriarcal al que no pueden oponerse. Pero esa incapacidad para hacer frente al sistema no significa que las obligaciones impuestas por el mismo se acepten. De ahí la disonancia y el resultado final de locura. Se trata pues de «locas del desván» en una geografía y una época en las que se supone que ya no había mujeres encerradas en desvanes.


El monstruo en El huésped es tan intangible como las ratas y está tan ligado a las obligaciones de las mujeres como estas. Se trata de un invitado que el marido lleva a casa de la narradora protagonista tras un viaje. Un huésped que se queda allí, agazapado, que se alimenta solo de carne y que aterroriza a todo el mundo menos al propio marido.


No resulta difícil conectarlo con el sentimiento de soledad e indefensión de la mujer. Una vez más, la insatisfacción personal no existiría sin el entorno (en este caso un matrimonio en el que la voz cantante la lleva el marido) del que no se puede escapar:


Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.


En El huésped el final es menos dramático: las dos mujeres asesinan al monstruo, sí. La mala noticia es que nada más cambia en su entorno: el marido regresará y la situación volverá a ser la misma. Sin embargo, ellas permanecen juntas. Un consuelo que Julia no disfruta.


El narrador y la construcción del personaje


Todo lo anterior podría habérmelo inventado yo, pero es que está en los textos.


Este es el primer párrafo del relato:


La señorita Julia, como la llamaban sus compañeros de oficina, llevaba más de un mes sin dormir, lo cual empezaba a dejarle huellas. Las mejillas habían perdido aquel tono rosado que Julia conservaba, a pesar de los años, como resultado de una vida sana, metódica y tranquila. Tenía grandes y profundas ojeras y la ropa se le notaba floja. Y sus compañeros habían observado, con bastante alarma, que la memoria de la señorita Julia no era como antes. Olvidaba cosas, sufría frecuentes distracciones y lo que más les preocupaba era verla sentada, ante su escritorio, cabeceando, a punto casi de quedarse dormida. Ella, que siempre estaba fresca y activa. Su trabajo había sido hasta entonces eficiente y digno de todo elogio. En la oficina empezaron a hacer conjeturas. Les resultaba inexplicable aquel cambio. La señorita Julia era una de esas muchachas de conducta intachable y todos lo sabían. Su vida podía tomarse como ejemplo de moderación y rectitud. Desde que sus hermanas menores se habían casado, Julia vivía sola en la casa que los padres les habían dejado al morir. Ella la tenía arreglada con buen gusto y escrupulosamente limpia, por lo que resultaba un sitio agradable, no obstante ser una casa vieja. Todo allí era tratado con cuidado y cariño. El menor detalle delataba el fino espíritu de Julia, quien gustaba de la música y los buenos libros: la poesía de Shelley y la de Keats, los Sonetos del portugués y las novelas de las hermanas Brontë. Ella misma se preparaba los alimentos y limpiaba la casa con verdadero agrado. Siempre se la veía pulcra; vestida con sencillez y propiedad. Debió de haber sido bella; aún conservaba una tez fresca y aquella tranquila y dulce mirada que le daba un aspecto de infinita bondad. Desde hacía algún tiempo estaba comprometida con el señor De Luna, contador de la empresa, quien la acompañaba todas las tardes desde la oficina hasta su casa. Algunas veces se quedaba a tomar un café y a oír música mientras la señorita Julia tejía algún suéter para sus sobrinos. Cuando había un buen concierto asistían juntos; todos los domingos iban a misa y, a la salida, a tomar helados o pasear por el bosque. Después Julia comía con sus hermanas y sobrinos; por la tarde jugaban canasta uruguaya y tomaban el té. Al oscurecer Julia volvía a su casa muy satisfecha. Revisaba su ropa y se prendía los rizos.


Y esto es lo que dice:


  • Los compañeros de oficina de Julia son quienes le dan el nombre. No la llaman Julia, sino señorita Julia. Y esa manera de dirigirse a ella le da título al relato. Son los compañeros, pues, quienes le confieren su identidad pública.

  • Que lleve más de un mes sin dormir lo sabemos porque le deja huellas. El narrador omnisciente no comienza hablando de Julia, sino de lo que los demás perciben en ella.

  • Los compañeros también observan un cambio en las facultades de Julia, en concreto, sus despistes.

  • En la oficina empezaron a hacer conjeturas. Les resultaba inexplicable aquel cambio. Lo que tiene cierta gracia, porque no lo habrían notado si no la estuvieran vigilando de cerca, Y si esta vigilancia no se llevara a cabo, el cambio, probablemente, tampoco se habría producido. Es la mirada del otro la que determina el destino de la protagonista.

  • A continuación conocemos las actividades de Julia en parte porque el narrador omnisciente aprovecha su omnisciencia y en parte porque uno de esos compañeros, el prometido de Julia, entra en su casa. Tenemos pues tres grupos de voyeurs: el narrador, que exhibe a Julia como a un animal en una jaula transparente, su prometido y sus compañeros.

  • Solo en el segundo párrafo asistimos a la historia de lo que le ocurrió a Julia. El narrador omnisciente da un paso más, deja atrás la fachada de perfección y las observaciones para contarnos algunos hechos. Y comienza con la misma información: Julia llevaba un mes sin dormir.

En el tercer párrafo, oye las habladurías por primera vez y se ruboriza. Ya tenemos el primer asidero para sustentar la teoría de que las ratas son sus compañeros.


A partir de ese momento, Julia se aísla. Trata de acallar a las ratas, pero las ratas siguen campando a sus anchas. El veneno de las murmuraciones ya está plantado.


La aparición de la familia, llena de buenos propósitos, no ayuda a Julia. Al fin y al cabo, sus hermanas no son mujeres modernas, como ella, sino casadas y con hijos. Es normal que no encuentren a las ratas. De hecho, forman parte de la manada y echan a la culpa a Julia de su malestar. Por eso le recomiendan descanso. Y su prometido se suma a la mayoría cuando rompe el compromiso porque la máscara de Julia ya no tapa del todo lo que hay debajo.


Cuando por fin está sola, Julia es capaz de mirarse al espejo y de descubrir la verdad que tantos disgustos le ha causado: tiene una estola de martas cibelinas, un símbolo de lujo y de lujuria pero también de castidad. Un final tan confuso como el resto del relato, como la vida de las mujeres a las que representa.


La señorita Julia: relato


La señorita Julia, como la llamaban sus compañeros de oficina, llevaba más de un mes sin dormir, lo cual empezaba a dejarle huellas. Las mejillas habían perdido aquel tono rosado que Julia conservaba, a pesar de los años, como resultado de una vida sana, metódica y tranquila. Tenía grandes y profundas ojeras y la ropa se le notaba floja. Y sus compañeros habían observado, con bastante alarma, que la memoria de la señorita Julia no era como antes. Olvidaba cosas, sufría frecuentes distracciones y lo que más les preocupaba era verla sentada, ante su escritorio, cabeceando, a punto casi de quedarse dormida. Ella, que siempre estaba fresca y activa. Su trabajo había sido hasta entonces eficiente y digno de todo elogio. En la oficina empezaron a hacer conjeturas. Les resultaba inexplicable aquel cambio. La señorita Julia era una de esas muchachas de conducta intachable y todos lo sabían. Su vida podía tomarse como ejemplo de moderación y rectitud. Desde que sus hermanas menores se habían casado, Julia vivía sola en la casa que los padres les habían dejado al morir. Ella la tenía arreglada con buen gusto y escrupulosamente limpia, por lo que resultaba un sitio agradable, no obstante ser una casa vieja. Todo allí era tratado con cuidado y cariño. El menor detalle delataba el fino espíritu de Julia, quien gustaba de la música y los buenos libros: la poesía de Shelley y la de Keats, los Sonetos del portugués y las novelas de las hermanas Brontë. Ella misma se preparaba los alimentos y limpiaba la casa con verdadero agrado. Siempre se la veía pulcra; vestida con sencillez y propiedad. Debió de haber sido bella; aún conservaba una tez fresca y aquella tranquila y dulce mirada que le daba un aspecto de infinita bondad. Desde hacía algún tiempo estaba comprometida con el señor De Luna, contador de la empresa, quien la acompañaba todas las tardes desde la oficina hasta su casa. Algunas veces se quedaba a tomar un café y a oír música mientras la señorita Julia tejía algún suéter para sus sobrinos. Cuando había un buen concierto asistían juntos; todos los domingos iban a misa y, a la salida, a tomar helados o pasear por el bosque. Después Julia comía con sus hermanas y sobrinos; por la tarde jugaban canasta uruguaya y tomaban el té. Al oscurecer Julia volvía a su casa muy satisfecha. Revisaba su ropa y se prendía los rizos.


Hacía más de un mes que Julia no dormía. Una noche la había despertado un ruido extraño como de pequeñas patadas y carreras ligeras. Encendió la luz y buscó por toda la casa, sin encontrar nada. Trató de volver a dormirse y no pudo conseguirlo. A la noche siguiente sucedió lo mismo, y así, día tras día… Apenas comenzaba a dormirse cuando el ruido la despertaba. La pobre Julia no podía más. Diariamente revisaba la casa de arriba abajo sin encontrar ningún rastro. Como la duela de los pisos era bastante vieja, Julia pensó que a lo mejor estaba llena de ratas, y eran estas las que la despertaban noche a noche. Contrató entonces a un hombre para que tapara todos los orificios de la casa, no sin antes introducir en los agujeros un raticida. Tuvo que pagar por este trabajo 60 pesos, lo cual le pareció bastante caro. Esa noche se acostó satisfecha pensando que había ya puesto fin a aquella tortura. Le molestaba mucho, sin embargo, haber tenido que hacer aquel gasto, pero se repitió muchas veces que no era posible seguir en vela ni un día más. Estaba durmiendo plácidamente cuando el tan conocido ruido la despertó. Fácil es imaginar la desilusión de la señorita Julia. Como de costumbre revisó la casa sin resultado. Desesperada se dejó caer en un viejo sillón de descanso y rompió a llorar. Allí vio amanecer…


Como a las once de la mañana Julia no podía de sueño; sentía que los ojos se le cerraban y el cuerpo se le aflojaba pesadamente. Fue al baño a echarse agua en la cara. Entonces oyó que dos de las muchachas hablaban en el pasillo, junto a la escalera.


—¿Te fijaste en la cara que tiene hoy?


—Sí, desastrosa.


—No sé cómo puede presentarse a trabajar así, hasta un niño sospecharía…


—¿Entonces tú también crees…?


—¡Pero si es evidente…!


—Nunca me imaginé que la señorita Julia…


—Lo que a mí me da coraje es que se haga pasar por una santa.


—A mí me da mucho dolor verla, la pobre ya no puede ni con su alma.


—¡Claro!, a su edad…


Julia sintió que toda la sangre se le subía a la cabeza. Le comenzaron a temblar las manos y las piernas se le aflojaron. Le resultaba difícil entender aquella infamia. Un velo tibio le nubló la vista y las lágrimas rodaron por las mejillas encendidas.


La señorita Julia compró trampas para ratas, queso y veneno. Y no permitió que Carlos de Luna la acompañara porque le apenaba sobremanera que llegara a saber que su casa se encontraba llena de ratas. El señor De Luna podía pensar que no había la suficiente limpieza, que ella era desaseada y vivía entre alimañas. Colocó una ratonera en cada una de las habitaciones, con una ración de queso envenenado, pues pensaba que si las ratas lograban salvarse de la ratonera morirían envenenadas con el queso. Y para lograr mejores resultados y eliminar cualquier riesgo, puso un pequeño recipiente con agua, envenenada también, por si las ratas se libraban de la trampa y no gustaban del queso, pues imaginó que sentirían sed, después de su desenfrenado juego. Toda la noche escuchó ruidos, carreras, saltos, resbalones… ¡Aquellas ratas se divertían de lo lindo, pero sería su última fiesta! Este pensamiento le comunicaba algunas fuerzas y le abría la puerta de la liberación. Cuando el ruido terminó, ya en la madrugada, Julia se levantó llena de ansiedad a ver cuántas ratas habían caído en las ratoneras. No encontró una sola. Las ratoneras estaban vacías, el queso intacto. Su única esperanza era que, por lo menos, hubieran bebido el agua envenenada.


La pobre Julia empezó a probar diariamente un nuevo veneno. Y tenía que comprarlos en sitios diferentes y donde no la conocieran, pues en los lugares adonde había ido varias veces comenzaban a verla con miradas maliciosas, como sospechando algo terrible. Su situación era desesperada. Cada día sus fuerzas disminuían de manera notable. Había perdido su alegría habitual y la tranquilidad de que siempre había gozado; su aspecto comenzaba a ser deplorable y su estado nervioso, insostenible. Perdió por completo el apetito y el placer por la lectura y la música. Aunque lo intentaba, no podía interesarse en nada. Lo único que leía y estudiaba con desesperación eran unos viejos libros de farmacopea que habían pertenecido a su padre. Pensaba que su única salvación consistiría en descubrir ella misma algún poderoso veneno que acabara con aquellos diabólicos animales, puesto que ningún otro producto de los ordinarios surtía efecto en ellos.


La señorita Julia se había quedado dormida. Alguien le tocó suavemente un hombro. Despertó al instante, sobresaltada.


—El jefe la llama, señorita Julia.


Julia se restregó los ojos, muy apenada, y se empolvó ligeramente tratando de borrar las huellas del sueño. Después se encaminó hacia la oficina del señor Lemus. Apenas si llamó a la puerta. Y se sentó en el borde de la silla, estirada, tensa. El señor Lemus comenzó diciendo que siempre había estado contento con el trabajo de Julia, eficiente y satisfactorio, pero que de algún tiempo a la fecha las cosas habían cambiado y él estaba muy preocupado por ella… Que lo había pensado bastante antes de decidirse a hablarle… Y le aseguraba que, por su parte, no había prestado atención a ciertos rumores… (esto último lo dijo bajando la vista). Julia había enrojecido por completo, se afianzó de la silla para no caer, su corazón golpeaba sordamente. No supo cómo salió de aquel privado ni si alcanzó a decir algo en su defensa. Cuando llegó a su escritorio sintió sobre ella las miradas de todos los de la oficina. Afortunadamente el señor De Luna no estaba en ese momento. Julia no hubiera podido soportar semejante humillación.


Las hermanas se dieron cuenta bien pronto de que algo muy grave sucedía a Julia. Al principio aseguraba que no tenía nada, pero a medida que las cosas empeoraron y que Julia fue perdiendo la estabilidad tuvo que confesarles su tragedia. Trataron inútilmente de calmarla y le prometieron ayudarla en todo. Junto con sus maridos revisaron la casa varias veces sin encontrar nada, lo cual las dejó muy desconcertadas. Aumentaron entonces sus cuidados y atenciones hacia la pobre hermana. Poco después decidieron que Julia necesitaba un buen descanso y que debía solicitar cuanto antes un «permiso» en su trabajo. Julia también se daba cuenta de que estaba muy cansada y que le hacía falta reponerse, pero veía con gran tristeza que sus hermanas dudaban también del único y real motivo que la tenía sumida en aquel estado. Se sentía observada por ellas hasta en los detalles más insignificantes, y ni qué decir de la oficina, donde su conducta llevaba a los compañeros a pensar en motivos humillantes y vergonzosos. La incomprensión y la bajeza de que era capaz la mayoría de la gente, la había destrozado y deprimido por completo. Recordaba constantemente aquella conversación que había tenido el infortunio de escuchar, y la reconvención del señor Lemus… y entonces las lágrimas le rodaban por las mejillas y los sollozos subían a su garganta.


La señorita Julia estaba encariñada con su trabajo, no obstante la serie de humillaciones y calumnias que a últimas fechas había tenido que sufrir. Llevaba quince años en aquella oficina, y siempre había pensado trabajar allí hasta el último día que pudiera hacerlo, a menos que se le concediera la dicha de formar un hogar como a sus hermanas. Pensaba que era poco serio andar de un trabajo en otro, y que eso no podía sentar ningún buen precedente. Después de mucho cavilar resolvió que no le quedaba más remedio que solicitar un permiso, como deseaban sus hermanas, y tratar de restablecerse.


Las relaciones de Julia con el señor De Luna se habían ido enfriando poco a poco, y no porque esta fuera la intención de ella. Cuando empezó a sufrir aquella situación desquiciante, se rehusó a verlo diariamente como hasta entonces lo hacía, por temor a que él sospechara algo. Experimentaba una enorme vergüenza de que descubriera su tragedia. De solo imaginarlo sentía que las manos le sudaban y la angustia le provocaba náuseas. Después ya no era solo ese temor, sino que Julia no tenía tiempo para otra cosa que no fuera preparar venenos. Había improvisado un pequeñísimo laboratorio utilizando algunas cosas que se había encontrado en un cajón, y que sin duda su padre guardaba como recuerdo de sus años de farmacéutico, pues unos años antes de morir vendió la farmacia y solo se dedicaba a atender unos cuantos enfermos. En ese laboratorio Julia pasaba todos sus ratos libres y algunas horas de la noche mezclando sustancias extrañas que, la mayoría de las veces, producían emanaciones insoportables o gases que le irritaban los ojos y la garganta, ocasionándole accesos de tos y copioso lagrimeo… Así las cosas, Julia ya no tenía tiempo ni paz para sentarse a escuchar música con el señor De Luna. Se veían poco, si acaso una vez por semana y los domingos que iban a misa. Pero Julia sentía que aquel afecto era de tal solidez y firmeza que nada lo podía menoscabar. «Un sentimiento sereno y tranquilo, como una sonata de Bach; un entendimiento espiritual estrecho y profundo, lleno de pureza y alegría…». Así lo había Julia definido.


Y el señor De Luna pensaba igual que Julia respecto de la nobleza de sus relaciones, «tan raras y difíciles de encontrar, en un mundo enloquecido y lleno de perversión, en aquel desenfreno donde ya nadie tenía tiempo de pensar en su alma ni en su salvación, donde los hogares cristianos cada vez eran más escasos…» y daba gracias diariamente por aquella bella dádiva que se le había otorgado y que tal vez él no merecía. Pero Carlos de Luna era un hombre en extremo piadoso, hijo y hermano ejemplar, contador honorable y muy competente. Pertenecía con gran orgullo a la Orden de Caballeros de Colón de cuya mesa directiva formaba parte. Ya hacía algunos años que debía haberse casado, pero él, responsable en extremo, había querido esperar a tener la consistencia moral necesaria, así como cierta tranquilidad económica que le permitiera sostener un hogar con todo lo necesario y seguir ayudando a sus ancianos padres. Había conocido a Julia desde tiempo atrás, después tuvo la suerte de trabajar en la misma oficina, lo cual facilitó la iniciación de aquella amistad que poco a poco se fue transformando en hondo afecto. A últimas fechas, el señor De Luna se hallaba muy preocupado y confuso. Julia había cambiado notablemente, y él sospechaba que algo muy grave debía de ocurrirle. Se mostraba reservada, evitaba hablarle a solas. Empezó a sufrir en silencio aquel repentino y extraño cambio de Julia y a esperar que un día le abriera su corazón y se aclarara todo. Pero Julia cada día se alejaba más y el señor De Luna empezó a notar que en la oficina se comentaba también el cambio de Julia. Después llegaron hasta él frases maliciosas y mal intencionadas que tuvieron la virtud, primero de producirle honda indignación y, después, de prender la duda y la desconfianza en su corazón. En este estado fue a consultar su caso con el reverendo Padre Cuevas, que desde hacía muchos años era su confesor y guía espiritual y quien resolvía los pocos problemas que el buen hombre tenía. El reverendo Padre le aconsejó que esperara un tiempo prudente para ver si Julia volvía a ser la de antes o, de lo contrario, se alejara de ella definitivamente, ya que a lo mejor esa era una prueba palpable que daba Dios de que esa unión no convenía y estaba encaminada al fracaso y al desencanto, y podía ser, tal vez, un grave peligro para la salvación de su alma.


La señorita Julia llegó una tarde, última que trabajaba en la oficina, a pedirle a Carlos de Luna que la acompañara hasta su casa porque quería comunicarle algo importante. Este la recibió con marcada frialdad, de una manera casi hostil, como se puede ver algo que está produciendo daño o un peligro inmediato y temido. Julia, más cohibida que de costumbre por la actitud de Carlos, le relató en el camino que iba a dejar de trabajar por un tiempo porque necesitaba descanso. Carlos de Luna escuchaba sin hacer ningún comentario. Con sombrero y paraguas negros y su habitual traje oscuro tenía siempre un aire grave y taciturno, que ese día estaba más acentuado.


Julia lo invitó a pasar. Mientras hacía el café experimentaba un gran bienestar. La sola presencia del señor De Luna le producía confianza y tranquilidad. Se reprochó entonces haberlo visto tan poco durante ese último tiempo. Se reprochó también no haber tenido el valor de confiarle su tragedia. Él la hubiera confortado y juntos habrían encontrado alguna solución. Decidió entonces hablar con Carlos.


Los dos bebían el café, en silencio. De pronto Julia dijo:


—Carlos… yo quisiera decirle…


—Diga, Julia.


—¿No quisiera oír algo de música?


—Como usted guste.


Julia se levantó a poner unos discos, profundamente contrariada consigo misma. No se había atrevido, no se atrevería nunca. Las palabras se habían negado a salir. Tal vez aquella actitud demasiado seca de Carlos la había contenido. Aquella mirada tan lejana cuando ella iba a empezar a contarle su tragedia. Cogió su tejido y se sentó. Entonces Carlos de Luna comenzó a hablar, más bien a balbucear:


—Julia, yo quisiera proponerle… más bien… yo he pensado… querida Julia… yo creo que lo mejor… es decir, tomando en cuenta… Julia, por nuestro bien y salud espiritual… lo más conveniente es dar por terminado… bueno, quiero decir no llevar adelante nuestro proyecto de matrimonio…


Mientras el señor De Luna trataba de decir esto, se secó la frente con el pañuelo varias veces. Estaba tan pálido como un muerto y la voz se le quebraba constantemente. Después, un poco más calmado, siguió hablando “de la tremenda responsabilidad que el matrimonio implicaba, de los numerosos deberes y las obligaciones de los cónyuges…”


Julia estaba aún más pálida que él. El tejido había caído de sus manos y la boca se le secó completamente. El dolor y el desencanto la habían traspasado de tal manera que temía no poder decir ni una sola palabra. Haciendo un verdadero esfuerzo le aseguró que estaba de acuerdo con él, y que esa decisión, sin duda, era lo mejor para ambos.


La señorita Julia se sentía como una casa deshabitada y en ruinas; no encontraba sitio ni apoyo; se había quedado en el vacío; girando a ciegas en lo oscuro; quería dejarse ir, perderse en el sueño; olvidarlo todo. Dejó entonces de preparar venenos y de inventar trampas para las ratas. Tenía la convicción de que aquellos animales la perseguirían hasta el último día de su vida, y toda lucha contra ellos resultaría inútil. No fue más los domingos a comer con sus hermanas por no poder soportar el ruido que hacían los niños y menos aún jugar a las cartas. Tejía constantemente con manos temblorosas; de cuando en cuando se enjugaba una lágrima. Y solo interrumpía su labor para asear un poco la casa y prepararse algo de comida. A veces se quedaba, algún rato, dormida en el sillón, y esto era todo su descanso. Su hermana Mela iba todas las noches a acompañarla. Temían que algo le pasara si la dejaban sola; tal era su estado. Y Mela, cansada de las labores de su casa, caía rendida y se dormía profundamente. A veces la despertaban los pasos de Julia, que iba y venía por toda la casa buscando las ratas, «aquellas ratas infernales que no la dejaban dormir…».


Julia tenía los ojos cerrados, pero estaba despierta y escuchaba los ruidos en la estancia… en la escalera… aquellas carreras… saltos… resbalones… después allí en su cuarto… llegando hasta su cama… debajo de la cama. Abrió los ojos y se incorporó; algo de claridad penetraba por las viejas persianas de madera. Escuchó como una estampida, una huida rápida, distinguió unas sombras alargadas y alcanzó a ver unos ojillos muy redondos, muy rojos y brillantes. Encendió la luz y saltó de la cama; ahora sí las encuentro… Después de algún rato de inútil búsqueda volvió a la cama tiritando de frío. Lloró sordamente. Se mesaba los cabellos con desesperación o se clavaba las uñas en las palmas de las manos produciéndose un daño que ya no sentía.


Aquella mañana la señorita Julia se levantó haciendo un gran esfuerzo. Dio algunos pasos, tambaleante y se detuvo unos minutos frente al espejo para componerse el cabello. El rostro que vio reflejado no podía ser más desastroso. Abrió el clóset para buscar algo que ponerse y… ¡allí estaban!… Julia se precipitó sobre ellas y las aprisionó furiosamente. ¡Por fin las había descubierto!… ¡las malditas, las malditas, eran ellas!… con sus ojillos rojos y brillantes… eran ellas las que no la dejaban dormir y la estaban matando poco a poco… pero las había descubierto y ahora estaban a su merced… no volverían a correr por las noches ni a hacer ruido… estaba salvada… volvería a dormir… volvería a ser feliz… allí las tenía fuertemente cogidas… se las enseñaría a todo el mundo… a los de la oficina… a Carlos de Luna… a sus hermanas… todos se arrepentirían de haber pensado mal… se disculparían… olvidaría todo… ¡malditas, malditas!… ¡qué daño tan grande le habían hecho!… pero allí estaban… en sus manos… reía a carcajadas… las apretaba más… caminaba de un lado a otro del cuarto… estaba tan feliz de haberlas descubierto… ya había perdido toda esperanza… reía estrepitosamente… Ahora estaban en su poder… ya no le harían daño nunca más… hablaba y reía… lloraba de gusto y de emoción gritaba, gritaba… qué suerte haberlas descubierto, qué suerte… risa y llanto, gritos, carcajadas… con aquellos ojillos rojos y brillantes… gritaba… gritaba… gritaba…


Cuando Mela llegó, restregándose los ojos y bostezando, encontró a Julia apretando furiosamente su hermosa estola de martas cebellinas.


El huésped


Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.


Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.


No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.


Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. «Es completamente inofensivo» —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. «Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…“No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.


No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Solo mi marido gozaba teniéndolo allí.


Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era esta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.


La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.


En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.


Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo muchas veces que cuando estaba preparando la comida veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado


Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.


Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. «¡Allí está ya, Guadalupe!»; gritaba desesperada.


Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —Allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él..

Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.


Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…


Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté dé la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.


Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Solo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.


Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.


Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.


Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. «Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.»


Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.


Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuándo Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.


— Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.


— Tendremos que hacer algo y pronto – me contestó.


— ¿Pero qué podemos hacer las dos solas? —Solas, es verdad, pero con un odio…


Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.


La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.


No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.


Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia…


Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.


Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.


Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…


Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.


Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.








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